dimarts, 29 de gener del 2013

La España oficial y la España real

Sostiene que la brecha entre políticos y ciudadanos es similar a la del franquismo
Dice que falla la rendición de cuentas de los representantes y la igualdad ante la Ley.
CREO QUE HAY que remontarse al final del franquismo para encontrar una brecha tan amplia entre la España real y la España oficial como la que pone de relieve la reciente encuesta del CIS, así como otras muchas realizadas a finales de 2012, incluida la encargada por este mismo periódico. Una brecha que va en aumento, lo mismo que el desafecto por la clase política que, asombrosamente, pretende no darse por enterada o, a lo sumo, habla de planes de Secretaría General Técnica o tira de BOE para enfrentarse a una Crisis Política con mayúsculas. Otro tanto empieza a ocurrir con la Monarquía, muy alejada en el fondo y en la forma de las nuevas generaciones que no vivieron la Transición. Mientras tanto, los pobres ciudadanos ya no dan crédito ni al discurso oficialista, ni a las entrevistas oficialistas (véase la reacción frente a la concedida por el Rey a Jesús Hermida) ni a los medios oficialistas, dudando entre lanzarse a la calle o al exilio. Un panorama desolador. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? Y lo más importante ¿Cómo salimos de aquí?
En cuanto a lo primero, las causas de esta separación entre la España oficial y la España real son muy variadas pero podríamos resumirlas así: mientras la España oficial vive cada vez más ensimismada, aislada en una auténtica burbuja política, mediática y empresarial que amortigua los ruidos que llegan de la España real, bunkerizándose a ojos vista para defender sus intereses, la España real lo está pasando cada vez peor y no sólo económicamente. La España oficial parece abocada -como bien ha explicado el profesor Luis Garicano- a un proceso creciente de «peronización» muy preocupante, en que se combina la defensa a ultranza de los intereses propios de la partitocracia (confundidos interesadamente con la defensa de lo público) con la creciente confusión entre lo privado y lo público, con la inevitable corrupción que este modelo genera. Conviene recordar que hay estudios que hablan de la correlación positiva entre el incremento de la presencia de políticos en empresas y la corrupción de un país
En este proceso se intercambian todo tipo de favores: desde los normativos hasta los económicos, pasando por las colocaciones de políticos y ex políticos algunos de ellos con trayectorias que darían miedo en cualquier país serio. En todo caso, esta situación impide que en la España oficial se perciba con nitidez la realidad, que se identifiquen correctamente los problemas y, lógicamente, que puedan resolverse. Quizá el caso más llamativo es la posición del Gobierno central respecto a la situación en Cataluña, un problema político de gran magnitud que se pretende resolver como si fuera un problema ordinario de naturaleza jurídica, pero hay innumerables ejemplos. En este contexto, los españoles de a pie, la España real que sufre la crisis económica, política y moral en sus carnes está entre perpleja e indignada. Y se siente -con razón- estafada. Como en un juego de magia, ven como se les están escamoteando no sólo los productos de muchos años de esfuerzo y trabajo, sino también la confianza que depositaron en la democracia y sus valores. Valores como el de la igualdad de oportunidades, esencia de la meritocracia en que fueron -fuimos- educados la mayoría, ciertamente al menos dos o tres generaciones de españoles. Así los españoles a los que se nos educó en la confianza de que el estudio, el esfuerzo, el trabajo, la honradez, la competencia, la capacidad, el mérito, el talento, eran las claves para conseguir una mejora de las condiciones de vida y también las claves para el éxito y el prestigio laboral o profesional no entendemos nada. Porque las claves del éxito laboral o profesional resulta que ahora son otros. En estos tiempos importa más a quien se conoce que el qué se conoce, o qué se sabe hacer. En la España del 2013 se progresa (o se sobrevive dado los tiempos que corren) mucho más fácilmente si se ha hecho carrera en un partido político, o a la sombra de un cargo público, o si se es pariente o protegido de alguien importante, o si se tiene un cargo o responsabilidad pública desde el que se pueda hacer favores que después sea posible cobrar. Y las reglas en algunas empresas importantes del Ibex no parecen muy distintas, la verdad.
Y -esto es quizá es lo más grave desde el punto de vista político- los españoles también se sienten estafados porque hay otros valores consustanciales a la democracia, como la igualdad política o la igualdad de todos ante la Ley, o la obligación de los representantes de rendir cuentas a sus representados que tampoco se respetan. Porque lo cierto es que en España ya no es verdad que la Ley sea igual para todos, para gobernantes y para gobernados, para poderosos y para débiles, para ricos y para pobres. Sin necesidad de poner ejemplos concretos, el que nuestra democracia pueda coexistir con una enorme cantidad de cargos públicos imputados, o el que se indulte tranquilamente a condenados por delitos contra las Administraciones Públicas, se incumplan las sentencias del Tribunal Supremo cuando a los políticos no les gustan o se cambien las leyes cuando una persona poderosa lo necesita, o asuste tanto la transparencia deja claro donde estamos. En cuanto a la rendición de cuentas de nuestros representantes, qué vamos a decir cuando se asume con tranquilidad que una vez que se celebran las elecciones, los electores se tienen que estar muy quietecitos durante los años que medien hasta las siguientes, y cuidadito con preguntar nada sobre las promesas electorales que se hicieron para atraerles a las urnas o con exigir cualquier tipo de responsabilidad jurídica por la mala gestión, las corruptelas o el despilfarro del dinero de los contribuyentes.
Creo que estas son algunas de las claves de la divergencia entre la España real y la España oficial, que no es la primera vez que se produce, como recordarán los lectores de la obra del mismo nombre de Julián Marías, escrita al comienzo de la Transición, en cuyo título me he inspirado para este artículo. En aquel libro Don Julián sostenía que la España oficial, concebida en oposición a la España real, no puede ser otra cosa que la España de la irrealidad.
En cuanto a lo que se puede y se debe hacer, ya lo explicó él en su momento, con el optimismo que le caracterizaba, más necesario que nunca. Él confiaba en que la España real tenía mucho más empuje, valor, fuerza y sentido común que la oficial. Por ello, ¿qué tal si en vez de esperar que nos caiga de la España oficial la solución a nuestros problemas nos ponemos nosotros a ello? Podemos hacer y decir muchas cosas de aquí a las siguientes elecciones o a la siguiente encuesta que impidan a la España oficial seguir ignorando por más tiempo a la España real.
¿Complicado librarse de la costra, que diría Ortega, de la España oficial? Sin duda, por eso hay que hacer un esfuerzo de imaginación, de voluntad, de actividad. De forma que cada uno de nosotros, sin pensar en lo que le pueda costar o en la incomodidad que le pueda suponer, haga en el espacio público -esto es importante- lo que considere correcto, no lo conveniente. En el trabajo, en la Administración, en los foros, en la calle. Y hay que decir la verdad, aunque sea a los políticos, sobre todo a los políticos.
¿Ejemplos concretos? Desde denunciar los abusos y conductas irregulares de los que tenemos cerca y conocemos bien -siempre más difícil de hacer que denunciar los abusos y corruptelas lejanos, pero bastante más efectivo- hasta dejar de comprar periódicos que silencian casos de corrupción por motivos económicos, pasando por respetar las normas también cuando nos viene mal. Seguro que a ustedes se les ocurren muchas más. ¿Que no sirven para nada? Prueben a hacerlas y ya verán si sirven.
En definitiva, si no queremos que la España oficial siga diciendo que es la España real no dejemos que se confundan hasta que sean indistinguibles. 
 
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de claves y editora del blog ¿Hay derecho?