Empecé
el año nuevo como mandan los cánones, con doce uvas atoradas en la
tráquea, una tortilla de langostinos con paracetamol en la andorga, un
trancazo de gripe a los mandos y una copa de champán a la espera de
sumarse a la fiesta. Por detrás de mí y de mi gente, troceando el
tiempo, reinaba el televisor, esa ventana abierta sobre toda mi vida,
ese opio del pueblo destilado en dos dimensiones. El televisor es la
enésima versión de la caverna platónica, el agujero donde Orwell adivinó
que nos vigilaría el Gran Hermano, donde las luces y las sombras nos
revelan nuestra triste condición de esclavos. Sobre la pantalla los
muertos vuelven a la vida y los vivos parecen ya espectros, muertos de
segunda mano; por eso hay que maquillarlos tanto antes de salir en
antena, para que no asome la trastienda de la funeraria.
En un momento dado, en no se qué cadena y merced a no sé qué marroquinería tecnológica, Juan Imedio se integró en un brindis fantasmal junto a Esteso, Pajares y Pepe Da Rosa. Esteso y Pajares estaban jóvenes, radiantes, y Pepe recién salido de la tumba, en plena gloria de carcajadas, una reunión del más allá que quería ser simpática, pero que para mí tañía una nota lúgubre, me sonaba más bien a carpe diem y a cónclave de cadáveres.
A lo mejor fue cosa del alcohol o de la fiebre, pero el olor a muerto ya no me abandonó en toda la noche, aunque en los programas de nochevieja esto suele ser habitual: una sucesión de cantantes penosos, un bochorno de canciones rancias, una apoteosis de la caspa, viejos caricatos reciclando chistes pasados de moda, y hasta Bertín Osborne alto y póstumo como un lujoso monstruo de Frankenstein hecho de pedazos de sí mismo. Lo único que pudo salvar la madrugada fue la aparición tardía de Joaquín Reyes, un cómico posmoderno que inició su actuación con un resbalón intencionado que fue como una de esas rendijas de los relatos de Philip K. Dick que desgarran el velo del mundo y muestran el horror que late al otro lado: “Feliz mil novecientos ochenta. Ay perdón, que me he equivocado”.
Pero no, no se había equivocado. Por unos instantes me pareció que el televisor iba a preñarse y la pantalla a teñirse de blanco y negro antes de que Arias Navarro gimiera de oreja a oreja con una sonrisa de moviola: “Españoles, Franco ha vuelto”.
En un momento dado, en no se qué cadena y merced a no sé qué marroquinería tecnológica, Juan Imedio se integró en un brindis fantasmal junto a Esteso, Pajares y Pepe Da Rosa. Esteso y Pajares estaban jóvenes, radiantes, y Pepe recién salido de la tumba, en plena gloria de carcajadas, una reunión del más allá que quería ser simpática, pero que para mí tañía una nota lúgubre, me sonaba más bien a carpe diem y a cónclave de cadáveres.
A lo mejor fue cosa del alcohol o de la fiebre, pero el olor a muerto ya no me abandonó en toda la noche, aunque en los programas de nochevieja esto suele ser habitual: una sucesión de cantantes penosos, un bochorno de canciones rancias, una apoteosis de la caspa, viejos caricatos reciclando chistes pasados de moda, y hasta Bertín Osborne alto y póstumo como un lujoso monstruo de Frankenstein hecho de pedazos de sí mismo. Lo único que pudo salvar la madrugada fue la aparición tardía de Joaquín Reyes, un cómico posmoderno que inició su actuación con un resbalón intencionado que fue como una de esas rendijas de los relatos de Philip K. Dick que desgarran el velo del mundo y muestran el horror que late al otro lado: “Feliz mil novecientos ochenta. Ay perdón, que me he equivocado”.
Pero no, no se había equivocado. Por unos instantes me pareció que el televisor iba a preñarse y la pantalla a teñirse de blanco y negro antes de que Arias Navarro gimiera de oreja a oreja con una sonrisa de moviola: “Españoles, Franco ha vuelto”.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada