Luis Moreno
Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)
Ilustración por opensource.com
Insopportabile es un vocablo repetido insistentemente en Italia para significar los niveles de corrupción alcanzado en su sistema político. En la campaña electoral en curso se confrontan partidos de diversa índole y pelaje: tradicionales de derecha, centro e izquierda; personales (forjados en torno al carisma de un líder, generalmente autopromocionado); o antisistema (con un discurso corrosivo contra las instituciones estatales). Todos parecen compartir una renovada aspiración por la moralización de la política y la vida pública. Recuérdese que los partidos de vocación gubernamental y de dilatada singladura (postfascistas, moderados conservadores, democristianos, excomunistas o nacionalistas) han asistido en los últimos tiempos a una intensificación de episodios de corrupción obscena protagonizada por algunos de sus militantes (casos Penati, Lusi, Maruccio, o de miembros de casi todas las formaciones representadas en el Consejo Regional de Lombardía, por citar algunos de los más mediáticos y recientes). En su último informe, el propio Tribunal de Cuentas italiano sintetizó la situación como de ‘corrupción extendida y creciente’ (corruzione dilagante).
‘Insoportable’ ha sido también el adjetivo utilizado en España para calificar los últimos escándalos de corrupción en el seno del Partido Popular y, en particular, a la supuesta apropiación irregular de dineros por parte de su ex tesorero, Luis Bárcenas. No ha sido menor la indignación por el posible reparto discrecional de cantidades ‘en negro’ a dirigentes de dicha formación. Es innecesario recordar los escándalos en los que se han visto –y continúan a verse involucrados– otros partidos gubernamentales. Dicha evolución en años recientes ha incrementado la desconfianza de los españoles en sus representantes políticos y su desafección en la vida política.
Las corruptelas y tangenti (cantidades de dinero malversadas y percibidas a cambio de favores ilícitos, generalmente en la contratación de bienes y realización de obras o servicios públicos) han proliferado en el país transalpino. Muchas de ellas son consecuencia de una depredación clientelar en el reparto de recursos intra- e inter-partidario (lottizzazione, por ejemplo). Los efectos de higiene institucional provocados por los procesos de Mani pulite (‘Manos limpias’), iniciados en 1992, constituyeron un fulgor de decencia y de reacción contra las prebendas de los políticos y la financiación ilegal de los partidos. Pero la ‘casta’ política reeditó su capacidad de adaptación a lo que iba a ser la Segunda República, haciéndola más corruptible, si cabe, que la Primera. ¿Está España lejos de tales prácticas y parámetros de corrupción? La distancia entre ambos países es discutible, pero cabe certificar que la capacidad española por alcanzar los niveles italianos ha tenido una progresión geométrica últimamente. Ambos países comparten efectos perversos de un sistema electoral que incentiva, en no poca medida, la corrupción. Analicémoslo puntualmente.
Al igual a como sucede con los diputados al Congreso en España, el sistema para la elección de los diputados a la Cámara de Diputados italiana es de ‘listas cerradas’. La Ley que así lo establece, aprobada en 2005 a propuesta del nacionalista de la Liga, Roberto Calderoli, fue calificada por él mismo como una porcata (cochinada), expresión elegantemente latinizada como porcellum por uno de los padres de la politología contemporánea, Giovanni Sartori. En los aspectos que a este artículo interesa, el procedimiento otorga a los propios partidos la plena autonomía para elegir a los candidatos y, lo que es más importante, su orden en las listas sometidas posteriormente a la votación popular. En la jornada electoral, por tanto, los ciudadanos votan por el ‘todo o nada’ del partido, sin poder desbloquear o cambiar los nombres de los candidatos ni su colocación en la lista electoral. Con la experiencia ya acumulada es fácil constatar cómo las ‘ovejas negras’, es decir los candidatos posteriormente corruptos, se vieron protegidos impunemente por este procedimiento partidario exento del escrutinio democrático e individualizado de los electores. Además, a mayor cercanía a los primeros puestos en las listas electorales de los candidatos potencialmente corrompibles, se ha correspondido una mayor certidumbre respecto a la probabilidad de ser elegidos y, muy seguramente, un reforzamiento de las prácticas espurias internas de los partidos.
En el caso de España, cabe argüir que tras la larga dictadura franquista era deseable pasar el protagonismo decisional en la selección de sus representantes a los partidos, y que éstos fueran quienes dilucidasen mediante procesos democráticos internos la composición de sus intocables listas electorales. Se trataba, en suma, de fortalecer el incipiente sistema de partidos, otorgándoles un gran poder de mediación institucional. De consecuencia, ‘trepadores’ y ‘arribistas’ entendieron que la verdadera pugna por el poder en las instituciones era aliarse con las mayorías dominantes dentro de los partidos. Para conseguir sus propósitos contaban menos las afinidades electivas o ideológicas con las corrientes contendientes en el seno de los partidos. Pero sí era determinante la capacidad de tacticismo y oportunismo para formar parte y controlar los órganos de dirección, especialmente de aquellos encargados de confeccionar las listas electorales. Por su parte, y durante 1946-92, los efectos perversos del proporcionalismo electoral en Italia habían provocado no sólo una exacerbación de las recompensas a los partidos menores en la formación de gobiernos pluripartidarios, sino también una inestabilidad endémica de los ejecutivos, con una duración media de aproximadamente 1 año. La Ley electoral del porcellum intentaba fortalecer a las grandes opciones ideológicas premiando, asimismo, a las grandes coaliciones de partidos.
Indudablemente, las ‘listas cerradas y bloqueadas’ han agudizado los procesos de oligarquización siempre presentes en el seno de las formaciones partidarias, tal como vislumbró Robert Michels en su seminal obra, Los partidos políticos (1911). Han estimulado y estructurado las prácticas de corrupción –tanto individuales como orgánicas– de sus representantes institucionales. Sería conveniente en ambos países latinos una reforma electoral que habilitase a los votantes a ejercer su capacidad de ‘eliminar’ de las listas a aquellos candidatos no adecuados a sus expectativas o considerados incapaces para ejercer las responsabilidades públicas a las que aspiran. En el caso de las elecciones locales españolas, la reforma electoral ayudaría sobremanera a valorar con mayor y mejor información la cualidades de los candidatos dada la mayor proximidad entre representantes y representados. No pocos de estos últimos se han desengañado irremisiblemente al comprobar como personas con una vida ‘normal’ antes de ser elegidos concejales o diputados autonómicos, por ejemplo, han pasado a exhibir impúdicamente los signos exteriores de una riqueza sobrevenida.
Sería ingenuo esperar que una reforma electoral para ‘desbloquear’ y ‘abrir’ las listas electorales sea el antídoto para eliminar la corrupción de políticos en Italia y España. Pero ayudaría a restablecer la credibilidad entre representantes y representados y, la legitimidad democrática. No piense tampoco el lector que las corruptelas políticas son prerrogativa exclusiva del funcionamiento en la Europea mediterránea. Los países septentrionales y anglosajones, donde hace tiempo se consolidaron las prácticas clientelistas del pork barrel (barril porcino), poseen una larga trayectoria descrita por la academia y los media de los países implicados. Si acaso sus prácticas de puertas adentro (behind-closed-doors) muestra un comportamiento puritano refractario a la exposición de las vergüenzas humanas, algo contrapuesto a la habitual impudicia meridional.
Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)
Ilustración por opensource.com
Insopportabile es un vocablo repetido insistentemente en Italia para significar los niveles de corrupción alcanzado en su sistema político. En la campaña electoral en curso se confrontan partidos de diversa índole y pelaje: tradicionales de derecha, centro e izquierda; personales (forjados en torno al carisma de un líder, generalmente autopromocionado); o antisistema (con un discurso corrosivo contra las instituciones estatales). Todos parecen compartir una renovada aspiración por la moralización de la política y la vida pública. Recuérdese que los partidos de vocación gubernamental y de dilatada singladura (postfascistas, moderados conservadores, democristianos, excomunistas o nacionalistas) han asistido en los últimos tiempos a una intensificación de episodios de corrupción obscena protagonizada por algunos de sus militantes (casos Penati, Lusi, Maruccio, o de miembros de casi todas las formaciones representadas en el Consejo Regional de Lombardía, por citar algunos de los más mediáticos y recientes). En su último informe, el propio Tribunal de Cuentas italiano sintetizó la situación como de ‘corrupción extendida y creciente’ (corruzione dilagante).
‘Insoportable’ ha sido también el adjetivo utilizado en España para calificar los últimos escándalos de corrupción en el seno del Partido Popular y, en particular, a la supuesta apropiación irregular de dineros por parte de su ex tesorero, Luis Bárcenas. No ha sido menor la indignación por el posible reparto discrecional de cantidades ‘en negro’ a dirigentes de dicha formación. Es innecesario recordar los escándalos en los que se han visto –y continúan a verse involucrados– otros partidos gubernamentales. Dicha evolución en años recientes ha incrementado la desconfianza de los españoles en sus representantes políticos y su desafección en la vida política.
Las corruptelas y tangenti (cantidades de dinero malversadas y percibidas a cambio de favores ilícitos, generalmente en la contratación de bienes y realización de obras o servicios públicos) han proliferado en el país transalpino. Muchas de ellas son consecuencia de una depredación clientelar en el reparto de recursos intra- e inter-partidario (lottizzazione, por ejemplo). Los efectos de higiene institucional provocados por los procesos de Mani pulite (‘Manos limpias’), iniciados en 1992, constituyeron un fulgor de decencia y de reacción contra las prebendas de los políticos y la financiación ilegal de los partidos. Pero la ‘casta’ política reeditó su capacidad de adaptación a lo que iba a ser la Segunda República, haciéndola más corruptible, si cabe, que la Primera. ¿Está España lejos de tales prácticas y parámetros de corrupción? La distancia entre ambos países es discutible, pero cabe certificar que la capacidad española por alcanzar los niveles italianos ha tenido una progresión geométrica últimamente. Ambos países comparten efectos perversos de un sistema electoral que incentiva, en no poca medida, la corrupción. Analicémoslo puntualmente.
Al igual a como sucede con los diputados al Congreso en España, el sistema para la elección de los diputados a la Cámara de Diputados italiana es de ‘listas cerradas’. La Ley que así lo establece, aprobada en 2005 a propuesta del nacionalista de la Liga, Roberto Calderoli, fue calificada por él mismo como una porcata (cochinada), expresión elegantemente latinizada como porcellum por uno de los padres de la politología contemporánea, Giovanni Sartori. En los aspectos que a este artículo interesa, el procedimiento otorga a los propios partidos la plena autonomía para elegir a los candidatos y, lo que es más importante, su orden en las listas sometidas posteriormente a la votación popular. En la jornada electoral, por tanto, los ciudadanos votan por el ‘todo o nada’ del partido, sin poder desbloquear o cambiar los nombres de los candidatos ni su colocación en la lista electoral. Con la experiencia ya acumulada es fácil constatar cómo las ‘ovejas negras’, es decir los candidatos posteriormente corruptos, se vieron protegidos impunemente por este procedimiento partidario exento del escrutinio democrático e individualizado de los electores. Además, a mayor cercanía a los primeros puestos en las listas electorales de los candidatos potencialmente corrompibles, se ha correspondido una mayor certidumbre respecto a la probabilidad de ser elegidos y, muy seguramente, un reforzamiento de las prácticas espurias internas de los partidos.
En el caso de España, cabe argüir que tras la larga dictadura franquista era deseable pasar el protagonismo decisional en la selección de sus representantes a los partidos, y que éstos fueran quienes dilucidasen mediante procesos democráticos internos la composición de sus intocables listas electorales. Se trataba, en suma, de fortalecer el incipiente sistema de partidos, otorgándoles un gran poder de mediación institucional. De consecuencia, ‘trepadores’ y ‘arribistas’ entendieron que la verdadera pugna por el poder en las instituciones era aliarse con las mayorías dominantes dentro de los partidos. Para conseguir sus propósitos contaban menos las afinidades electivas o ideológicas con las corrientes contendientes en el seno de los partidos. Pero sí era determinante la capacidad de tacticismo y oportunismo para formar parte y controlar los órganos de dirección, especialmente de aquellos encargados de confeccionar las listas electorales. Por su parte, y durante 1946-92, los efectos perversos del proporcionalismo electoral en Italia habían provocado no sólo una exacerbación de las recompensas a los partidos menores en la formación de gobiernos pluripartidarios, sino también una inestabilidad endémica de los ejecutivos, con una duración media de aproximadamente 1 año. La Ley electoral del porcellum intentaba fortalecer a las grandes opciones ideológicas premiando, asimismo, a las grandes coaliciones de partidos.
Indudablemente, las ‘listas cerradas y bloqueadas’ han agudizado los procesos de oligarquización siempre presentes en el seno de las formaciones partidarias, tal como vislumbró Robert Michels en su seminal obra, Los partidos políticos (1911). Han estimulado y estructurado las prácticas de corrupción –tanto individuales como orgánicas– de sus representantes institucionales. Sería conveniente en ambos países latinos una reforma electoral que habilitase a los votantes a ejercer su capacidad de ‘eliminar’ de las listas a aquellos candidatos no adecuados a sus expectativas o considerados incapaces para ejercer las responsabilidades públicas a las que aspiran. En el caso de las elecciones locales españolas, la reforma electoral ayudaría sobremanera a valorar con mayor y mejor información la cualidades de los candidatos dada la mayor proximidad entre representantes y representados. No pocos de estos últimos se han desengañado irremisiblemente al comprobar como personas con una vida ‘normal’ antes de ser elegidos concejales o diputados autonómicos, por ejemplo, han pasado a exhibir impúdicamente los signos exteriores de una riqueza sobrevenida.
Sería ingenuo esperar que una reforma electoral para ‘desbloquear’ y ‘abrir’ las listas electorales sea el antídoto para eliminar la corrupción de políticos en Italia y España. Pero ayudaría a restablecer la credibilidad entre representantes y representados y, la legitimidad democrática. No piense tampoco el lector que las corruptelas políticas son prerrogativa exclusiva del funcionamiento en la Europea mediterránea. Los países septentrionales y anglosajones, donde hace tiempo se consolidaron las prácticas clientelistas del pork barrel (barril porcino), poseen una larga trayectoria descrita por la academia y los media de los países implicados. Si acaso sus prácticas de puertas adentro (behind-closed-doors) muestra un comportamiento puritano refractario a la exposición de las vergüenzas humanas, algo contrapuesto a la habitual impudicia meridional.
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