En el Museo de Burgos se expone una de las espadas más caras del mundo:
la Tizona del Cid. En el 2007, la Junta de Castilla y León pagó por ella
un millón y medio de euros en una de las decisiones políticas más
vergonzosas de la reciente historia española. No es que el precio sea
desmesurado, que lo es. No es solo que el dinero de los contribuyentes
no debería gastarse en estas cosas, que también. Es que además la espada
es falsa y tiene el mismo valor histórico que el sable láser de Luke
Skywalker o que la Excalibur del rey Arturo.
La historia de la falsa Tizona millonaria es un buen ejemplo del tipo de ridículos que puede crear el nacionalismo romántico en su vertiente más casposa. El origen del mito es puramente literario: no hay evidencia alguna de que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, tuviese una espada llamada Tizona. La primera referencia al arma aparece en el Cantar del Mío Cid, compuesto un siglo después de la muerte del guerrero. Allí la llaman «Tizón», y se supone que el Cid la consigue tras derrotar en Valencia al «Rey Bucar de Marruecos» (del que no hay constancia histórica alguna) para después entregársela a los infantes de Carrión (que tampoco existieron) por su boda con sus hijas, doña Elvira y doña Sol (en realidad las hijas del Cid se llamaban María y Cristina).
El Cantar, según los historiadores, tiene muy poco de verdad. Es una bonita perla inventada alrededor de un gramo de realidad, alrededor de un siglo de tradición oral sobre un brillante militar cuya verdadera historia fue apasionante, aunque muy distinta al mito. Pero incluso aceptando que entre ese gramo de realidad del que bebe el Cantar puede estar la Tizona, ni siquiera así la espada del millón y medio de euros pasa el filtro. Según los peritos, se trata de una falsificación forjada en los años de los Reyes Católicos como una espada ceremonial, no como un arma de combate. Es posible que utilizasen fragmentos de una hoja anterior, del siglo XI, pero casi con total seguridad, dicen los expertos, se trata de una falsificación del siglo XV.
Pese a los informes periciales, José María Aznar -un político tan fan del Cid que llegó a disfrazarse de este caballero para un posado en la prensa- dio por buena la Tizona y la declaró en el 2002 «bien de interés cultural» con un real decreto. Y contra el criterio de los expertos, la Junta pagó a su propietario, el marqués de Falces, un millón y medio de euros. Esta semana, una sentencia ha condenado al marqués a entregar la mitad de ese dinero a los herederos de su tío, el anterior marqués, que entregó todas sus propiedades al morir a un matrimonio asturiano que cuidaba de él. Que la mitad del botín de la Tizona acabe en manos plebeyas tiene, al menos, algo de justicia histórica.
La historia de la falsa Tizona millonaria es un buen ejemplo del tipo de ridículos que puede crear el nacionalismo romántico en su vertiente más casposa. El origen del mito es puramente literario: no hay evidencia alguna de que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, tuviese una espada llamada Tizona. La primera referencia al arma aparece en el Cantar del Mío Cid, compuesto un siglo después de la muerte del guerrero. Allí la llaman «Tizón», y se supone que el Cid la consigue tras derrotar en Valencia al «Rey Bucar de Marruecos» (del que no hay constancia histórica alguna) para después entregársela a los infantes de Carrión (que tampoco existieron) por su boda con sus hijas, doña Elvira y doña Sol (en realidad las hijas del Cid se llamaban María y Cristina).
El Cantar, según los historiadores, tiene muy poco de verdad. Es una bonita perla inventada alrededor de un gramo de realidad, alrededor de un siglo de tradición oral sobre un brillante militar cuya verdadera historia fue apasionante, aunque muy distinta al mito. Pero incluso aceptando que entre ese gramo de realidad del que bebe el Cantar puede estar la Tizona, ni siquiera así la espada del millón y medio de euros pasa el filtro. Según los peritos, se trata de una falsificación forjada en los años de los Reyes Católicos como una espada ceremonial, no como un arma de combate. Es posible que utilizasen fragmentos de una hoja anterior, del siglo XI, pero casi con total seguridad, dicen los expertos, se trata de una falsificación del siglo XV.
Pese a los informes periciales, José María Aznar -un político tan fan del Cid que llegó a disfrazarse de este caballero para un posado en la prensa- dio por buena la Tizona y la declaró en el 2002 «bien de interés cultural» con un real decreto. Y contra el criterio de los expertos, la Junta pagó a su propietario, el marqués de Falces, un millón y medio de euros. Esta semana, una sentencia ha condenado al marqués a entregar la mitad de ese dinero a los herederos de su tío, el anterior marqués, que entregó todas sus propiedades al morir a un matrimonio asturiano que cuidaba de él. Que la mitad del botín de la Tizona acabe en manos plebeyas tiene, al menos, algo de justicia histórica.
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