Las nuevas mayorías que se acaben formando en Catalunya y en España deberían abrir una etapa de diálogo y negociación. De alguna forma es volver al estadio anterior, el de la defensa del derecho a decidir, la reivindicación que goza de la mayoría social en Catalunya.
Josep Carles Rius.
Al final, Artur Mas y CDC han descubierto que su victoria el 27-S era amarga, muy amarga. Y que la astucia tiene un límite. Que la ideología aún existe. Que la CUP no es ERC. Que no ha aceptado inmolarse en favor de un objetivo superior y que ha mantenido la palabra dada durante la campaña electoral, a pesar de una presión insoportable. El pasado 12 de octubre publiqué un artículo sobre la ‘cadena de errores’ cometidos en Catalunya. Aquella cadena acaba de llegar al final. Y ahora existe la posibilidad de aprender la lección y empezar de nuevo. O iniciar una nueva secuencia de equivocaciones.
Recordaba en aquel artículo, que los mundos que representan Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y las Candidaturas de Unidad Popular (CUP) sólo comparten, y desde hace muy poco, la aspiración de la independencia. Antes, durante los veinte años de historia de la CUP, ni eso. Es más, en cientos de ciudades y pueblos de Catalunya los miembros de la CUP ejercían la principal oposición a los gobiernos municipales de Convergència. Eran quienes fiscalizaban los posibles casos de corrupción. Eran el contrapoder. Y acaban de reafirmarse en ese papel. Porque Artur Mas, y Convergència, han sido, y son, el poder en Catalunya. Para la CUP, Artur Mas es una figura vinculada a las sombras de los Pujol y los múltiples casos de corrupción abiertos en CDC. Y pese a ello, en la asamblea de Sabadell, la mitad de los militantes estaba decidida a investirlo como presidente de la Generalitat. Tal es la fuerza del relato escrito por Junts pel Sí.
Todos los pasos dados por Artur Mas y la cúpula de CDC iban encaminados a salvar el poder pese a la sostenida decadencia del partido, desgastado por la gestión de la crisis y la corrupción. Hasta ahora la tan proclamada astucia del President había dado resultado. El momento estelar de esta estrategia fue aquella tarde del 13 de julio en el Palau de la Generalitat, cuando Artur Mas dijo a los partidos y a las entidades soberanistas que, o iban juntos, o no había elecciones. Fueron Junts pero no alcanzaron los escaños suficientes. Faltó uno. Con 63 diputados, únicamente hubiesen requerido la abstención de la CUP. Pero no fue así, y la tormenta que Junts pel Sí vislumbró la misma noche electoral ha acabado en catástrofe. La convocatoria de nuevas elecciones es la prueba definitiva. El error final, el último eslabón de la cadena, que apuntaba en el artículo del 12 de octubre.
La CUP sale con profundas heridas de la batalla por la investidura de Artur Mas. Un debate diabólico, en palabras de Antonio Baños, porque enfrentaba sus dos almas, la revolucionaria y la independentista. A lo largo de su historia, la CUP había conseguido unir estas dos almas, pero la figura de Artur Mas las hacia incompatibles. Y el coste de su decisión final es evidente, tanto como si la opción elegida hubiese sido la contraria. La CUP sabía que, fuese cual fuese la decisión, pagaría un alto precio por ella. Pero Convergència también sale tocada, porque su gran baza, su única baza, era lograr la investidura de Artur Más, el líder que encarna el patrimonio político que les queda. Y pierden el tiempo que necesitaban para refundar el partido desde el poder e intentar orillar la cadena de procesos por corrupción que se avecinan.
Además, en su intento de ganarse a las CUP, Artur Mas y Convergència estamparon la firma en una declaración de desobediencia al Estado que, en el fondo y la forma, iba mucho más allá de lo que estaban dispuestos a aceptar sus sectores más moderados. Muchos convergentes no entendieron entonces por qué Mas cedió a la hora de redactar la declaración sin tener ligada la investidura. Menos lo entienden ahora. Estas contradicciones tenían sentido si eran útiles para alcanzar el poder. Si no es así, se convierten en un lastre porque demuestran que estaban dispuestos a todo, incluso a la humillación de suplicar la investidura.
El mayor éxito de Junts pel Sí fue instalar en el imaginario colectivo la existencia de un plebiscito el 27-S. Significaba una distorsión de la realidad porque en el supuesto ‘bloque del no’ se situaban fuerzas políticas que defienden el derecho a decidir (Catalunya Sí Que Es Pot), la confederación (Unió), el federalismo (PSC) y dos caras del estatus quo, Ciutadans y Partido Popular. Y la distorsión de la realidad afectaba también al bloque soberanista por la propia composición de Junts pel Sí, y porque se situaba a la CUP como un simple apéndice cuando, después, se ha demostrado que no era sí. Catalunya tiene una sociedad compleja y plural que el 27-S fue sometida a una simplificación mayúscula. Pero la pluralidad es tozuda.
Las elecciones en marzo pueden ser la ocasión de volver a situar la política catalana en la pluralidad que nunca debió perder. Que cada partido acuda con sus siglas y que, después, puedan formarse mayorías a partir de los resultados electorales y de los pactos. Cuando Esquerra Republicana de Catalunya aceptó ir en Junts pel Sí, renunció a ser un actor político en el momento decisivo. Ahora tiene ocasión de enmendar el error. De volver a tener voz y capacidad de tejer una estrategia propia. Asimismo, Barcelona En Comú y Ada Colau tienen la ocasión de implicarse en las elecciones catalanas en lugar de inhibirse como hicieron el 27-S. Y las nuevas mayorías que se acaben formando en Catalunya y en España deberían abrir una etapa de diálogo y negociación. De alguna forma es volver al estadio anterior, el de la defensa del derecho a decidir, la reivindicación que goza de la mayoría social en Catalunya, tiene aliados en el resto de España y puede tener el reconocimiento de la comunidad internacional. Otra opción, es volver a iniciar una nueva cadena de errores.
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