Juan José Téllez
España entera es un escrache. Los harekrishna del neoliberalismo aprovechan la rendija de los televisores para colarse en nuestras salitas de estar con pegatinas del déficit cero y el conocido mantra de “habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”, mientras parece ser que la herencia millonaria del Rey también veranea en Suiza.
La muchachada antidesahucios increpa a los representantes de la soberanía popular cuando desayunan en la tasca de la esquina, con la misma querencia que los candidatos daban la brasa al pueblo soberano visitando sus bares y plazas de abastos, entre octavillas del vótame, vótame mucho y cartelitos de verás que guay soy o yo he nacido para resolver tus problemas o, en todo caso, para creártelos.
En el español de mi barrio, eso del escrache, ese palabro tan lunfardo, tan inglés, tan genovés, debe significar lo mismo que meterle una bulla a alguien. Y surgió en Argentina y en Uruguay para avergonzar en público a quienes permitieron que, durante las dictaduras, se torturase en privado. Claro que algunos contertulios identifican dicho movimiento con sus antípodas, con la noche de los cuchillos largos; con la misma propiedad que el obispo de San Sebastián califica al aborto como un holocausto silencioso. Está visto que en España no sólo Toni Cantó se gana la vida con las ocurrencias. Al menos, él no sale del twitter o de los guateques del tea party de UPyD.
Escucho en un viejo microsurco aquella canción portuguesa de Luis Cilia: Contra la idea de violencia, la violencia de la idea. Mejor un alegato que una bronca, un grito que un insulto, un discurso que unos brazos cruzados. Vale que no sea demasiado edificante que unos cuantos indignados se planten ante la casa de un alcalde o en el despacho de cualquier señoría y empiecen a seguirlos para que devuelvan la confianza perdida, su vara de mando o su escaño, aunque sea mediante dación en pago. Pero a fin de cuentas es lo mismo que hace el cobrador del frac y no recuerdo haber leído ninguna columna de prensa comparando a tan pintoresca organización con la kale borroka. Debe ser que el pensamiento único también protege a los profesionales frente a los aficionados. Ocurre con los piquetes informativos que montan los sindicatos en día de huelga: la opinión pública y la opinión publicada les ponen a parir de un burro, pero nadie dice ni pío sobre la presión de los empresarios –muy eficaz y con certificado de calidad– que intentan llenar de silicona la cerradura de los cerebros, con tal de que sus trabajadores no secunden los paros a riesgo de terminar parados.
Ay, barroco mío, con el corazón eternamente helado entre el juez Ruz y el juez Gómez Bermúdez, donde los presidentes sólo existen en las pantallas de plasma y la oposición parlamentaria debe haber quedado aislada por la lluvia a cántaros de la mayoría absolutista. En el país de Luis Barcenas y de Francisco Javier Guerrero, del caso Noos y de Bankia, la consigna parece ser la de que hay que cargarse a Ada Colau, la Pasionaria contra los desahucios, como le llaman sus fieles. La demagoga, como repiten al unísono, entre piropos más rotundos, la división acorazada de la gente de orden. Sus detractores incluso han llegado a compararla, tanto a ella como a Stop Desahucios, con el entorno de ETA porque usa las mismas prácticas de acoso de los batasunos de antaño, que sería lo mismo que asegurar que todas las manifestaciones son iguales o que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo es una especie de herriko taberna si confirma finalmente su fallo en contra de la doctrina Parot.
Probablemente, Ada Colau no sea Santa Rita, patrona de lo imposible, ni Agustina de Aragón ni Mariana Pineda. Pero no nos ha birlado la cartera como los bancos ni hasta ahora nos ha suprimido o congelado los derechos, como la Unión Europea y buena parte de nuestros gobiernos. Y el mayor escrache de este país lo está sufriendo ella por parte de quienes no sólo callan sino que aplauden o justifican que haya familias, sin Constitución que le ampare, expulsadas de una casa que tienen que seguir pagando a no ser que pasen a la clandestinidad de la economía sumergida.
Ahora que quieren examinar de España a los inmigrantes, habríamos de preguntar dónde tenemos que examinarnos para que nos borren de esa España que ensalza al poderoso y criminaliza al vulnerable. Hay que desconfiar de Ada Colau, que algo oculta, nos dicen. Cuando realmente los diputados y senadores que forman parte de la Plataforma de Afectados por el Olvido de Promesas quieren buscarse una coartada para votar en contra de la Iniciativa Legislativa Popular que pretende acabar con la sangría de los desahucios en esta nación de sincurros y sintechos.
Es tan burdo todo que seguramente le saldrá bien al poder. En el fresco de la sociedad de hoy, siempre juega a su favor el trazo grueso. Hay que desactivar a esa muchacha y a su Plataforma de Afectados por la Hipoteca, antes de que acabe desactivando a nuestra Ley Hipotecaria. O, lo que es peor, que su aparente búsqueda de la justicia sea una enfermedad contagiosa y termine extendiéndose a otras plataformas de afectados. Por los recortes en educación y en salud, por los recortes salariales o los recortes de derechos. Cabe recordar que las Adas siempre le ganaron la partida a las madrastras. En un país lleno de Adas Colau, no harían falta los escraches porque los representantes populares sabrían perfectamente a quienes representarían. A los ciudadanos que les pagan con sus impuestos y con sus votos. Y no a los lobbys de quienes les manejan –a ellos y a nosotros—como marionetas de un retablillo en decadencia, que va quedándose definitivamente sin público, como títeres rotos de la dignidad y la vergüenza.
España entera es un escrache. Los harekrishna del neoliberalismo aprovechan la rendija de los televisores para colarse en nuestras salitas de estar con pegatinas del déficit cero y el conocido mantra de “habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”, mientras parece ser que la herencia millonaria del Rey también veranea en Suiza.
La muchachada antidesahucios increpa a los representantes de la soberanía popular cuando desayunan en la tasca de la esquina, con la misma querencia que los candidatos daban la brasa al pueblo soberano visitando sus bares y plazas de abastos, entre octavillas del vótame, vótame mucho y cartelitos de verás que guay soy o yo he nacido para resolver tus problemas o, en todo caso, para creártelos.
En el español de mi barrio, eso del escrache, ese palabro tan lunfardo, tan inglés, tan genovés, debe significar lo mismo que meterle una bulla a alguien. Y surgió en Argentina y en Uruguay para avergonzar en público a quienes permitieron que, durante las dictaduras, se torturase en privado. Claro que algunos contertulios identifican dicho movimiento con sus antípodas, con la noche de los cuchillos largos; con la misma propiedad que el obispo de San Sebastián califica al aborto como un holocausto silencioso. Está visto que en España no sólo Toni Cantó se gana la vida con las ocurrencias. Al menos, él no sale del twitter o de los guateques del tea party de UPyD.
Escucho en un viejo microsurco aquella canción portuguesa de Luis Cilia: Contra la idea de violencia, la violencia de la idea. Mejor un alegato que una bronca, un grito que un insulto, un discurso que unos brazos cruzados. Vale que no sea demasiado edificante que unos cuantos indignados se planten ante la casa de un alcalde o en el despacho de cualquier señoría y empiecen a seguirlos para que devuelvan la confianza perdida, su vara de mando o su escaño, aunque sea mediante dación en pago. Pero a fin de cuentas es lo mismo que hace el cobrador del frac y no recuerdo haber leído ninguna columna de prensa comparando a tan pintoresca organización con la kale borroka. Debe ser que el pensamiento único también protege a los profesionales frente a los aficionados. Ocurre con los piquetes informativos que montan los sindicatos en día de huelga: la opinión pública y la opinión publicada les ponen a parir de un burro, pero nadie dice ni pío sobre la presión de los empresarios –muy eficaz y con certificado de calidad– que intentan llenar de silicona la cerradura de los cerebros, con tal de que sus trabajadores no secunden los paros a riesgo de terminar parados.
Ay, barroco mío, con el corazón eternamente helado entre el juez Ruz y el juez Gómez Bermúdez, donde los presidentes sólo existen en las pantallas de plasma y la oposición parlamentaria debe haber quedado aislada por la lluvia a cántaros de la mayoría absolutista. En el país de Luis Barcenas y de Francisco Javier Guerrero, del caso Noos y de Bankia, la consigna parece ser la de que hay que cargarse a Ada Colau, la Pasionaria contra los desahucios, como le llaman sus fieles. La demagoga, como repiten al unísono, entre piropos más rotundos, la división acorazada de la gente de orden. Sus detractores incluso han llegado a compararla, tanto a ella como a Stop Desahucios, con el entorno de ETA porque usa las mismas prácticas de acoso de los batasunos de antaño, que sería lo mismo que asegurar que todas las manifestaciones son iguales o que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo es una especie de herriko taberna si confirma finalmente su fallo en contra de la doctrina Parot.
Probablemente, Ada Colau no sea Santa Rita, patrona de lo imposible, ni Agustina de Aragón ni Mariana Pineda. Pero no nos ha birlado la cartera como los bancos ni hasta ahora nos ha suprimido o congelado los derechos, como la Unión Europea y buena parte de nuestros gobiernos. Y el mayor escrache de este país lo está sufriendo ella por parte de quienes no sólo callan sino que aplauden o justifican que haya familias, sin Constitución que le ampare, expulsadas de una casa que tienen que seguir pagando a no ser que pasen a la clandestinidad de la economía sumergida.
Ahora que quieren examinar de España a los inmigrantes, habríamos de preguntar dónde tenemos que examinarnos para que nos borren de esa España que ensalza al poderoso y criminaliza al vulnerable. Hay que desconfiar de Ada Colau, que algo oculta, nos dicen. Cuando realmente los diputados y senadores que forman parte de la Plataforma de Afectados por el Olvido de Promesas quieren buscarse una coartada para votar en contra de la Iniciativa Legislativa Popular que pretende acabar con la sangría de los desahucios en esta nación de sincurros y sintechos.
Es tan burdo todo que seguramente le saldrá bien al poder. En el fresco de la sociedad de hoy, siempre juega a su favor el trazo grueso. Hay que desactivar a esa muchacha y a su Plataforma de Afectados por la Hipoteca, antes de que acabe desactivando a nuestra Ley Hipotecaria. O, lo que es peor, que su aparente búsqueda de la justicia sea una enfermedad contagiosa y termine extendiéndose a otras plataformas de afectados. Por los recortes en educación y en salud, por los recortes salariales o los recortes de derechos. Cabe recordar que las Adas siempre le ganaron la partida a las madrastras. En un país lleno de Adas Colau, no harían falta los escraches porque los representantes populares sabrían perfectamente a quienes representarían. A los ciudadanos que les pagan con sus impuestos y con sus votos. Y no a los lobbys de quienes les manejan –a ellos y a nosotros—como marionetas de un retablillo en decadencia, que va quedándose definitivamente sin público, como títeres rotos de la dignidad y la vergüenza.