Gerardo Pisarello y
Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
No hace falta ser muy perspicaz para predecir que a medida que
aumenten los recortes y las situaciones de emergencia social, mayores
serán el malestar y la protesta. Sobre todo si estos recortes vienen
acompañados, como está ocurriendo, de escándalos sistemáticos de
corrupción que reflejan una estrecha connivencia entre el poder político
y el poder económico y financiero. El problema es que, junto a estos
fenómenos, también crecerá la tendencia a criminalizar dicha protesta.
Habrá que prepararse, pues, para ver a los acusados de delitos graves
convertidos en airados inquisidores. Para oír severos sermones sobre las
líneas rojas que ninguna protesta social puede atravesar. Y para entrar
en un escenario en el que, como ya ocurre en Grecia, cualquier protesta
incómoda puede hacerse pasar, sin pudor, por violencia, coacción, e
incluso terrorismo.
Cuando la portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, Ada
Colau, llamó cínico y criminal al secretario general de la Asociación
Española de la Banca, alguien escribió en twitter: “a ver cuánto tardan
en batasunizarla”. La incógnita no tardó en despejarse. Bastó con que la
PAH anunciara una campaña de señalamiento, no violento pero incisivo,
de los diputados que rebajaran los contenidos de su iniciativa
legislativa. De inmediato, el runrún criminalizador se activó. Y los
ladrones, acorralados, se atrevieron a mezclarse entre la multitud y a
gritar, señalando a la PAH: “¡al ladrón, al ladrón!”.
Después de que un grupo de afectados cometiera el crimen intolerable
de tocar el timbre de su casa para dejarle una carta con sus reclamos,
el diputado del Partido Popular, Esteban González Pons, declaró que se
trataba de una práctica delictiva, mafiosa, similar a la que utilizaban
“los nazis con los judíos”. A los pocos días, la delegada de Gobierno de
Madrid, Cristina Cifuentes, reelaboró la invectiva en clave nacional.
Acusó a Colau y a la PAH de haber manifestado su apoyo o afinidad a
“grupos proetarras”.
Claro que este intento de “batasunización” de la PAH no se producía
en el vacío. Poco antes de las declaraciones de Cifuentes, el columnista
de
La Razón, Alfonso Merlos, había acusado a la “señorita
Colau” de haber pasado a “capitanear una campaña sucia de amenazas,
amedrentamiento y acoso puro y duro”, digna “de regímenes autoritarios o
totalitarios, de sus esbirros, de quienes como hacían y hacen los
batasunos de turno, se dedican al señalamiento de algunos de nuestros
dirigentes”. Apelando entonces a un aparato estatal que sabe cercano,
Merlos no dudaba en advertir a la portavoz de la PAH de que “como siga
ese camino […] la policía le va a recoger los bártulos a usted y a sus
lacayos”.
No conviene, pese a todo, escandalizarse por el lenguaje que el grupo
Planeta utiliza en estas ocasiones. Las hemerotecas están repletas de
artículos en los que el periódico conservador arroja su descalificación
favorita a la cabeza de otros adversarios: “La batasunización de Artur
Mas”, “La batasunización del PSOE”, etc. Con todo, hay que decir que en
la campaña de criminalización preventiva de la PAH no solo han
comparecido los miembros de la derecha tradicional. La diputada de UPyD,
Rosa Díez, se ha sumado con el pecho henchido al símil nazi. Con
evocaciones a Albert Camus y a Primo Levi, ha anunciado que no cederá
“ante el chantaje” y que no aceptará “que la ‘democracia asamblearia’
sustituya al voto emitido por los ciudadanos en las urnas”. Y todo ello a
pesar de que la PAH consiguió muchos más avales –casi 300.000– que los
votos obtenidos por su formación durante las últimas elecciones. Otro
afín al supuesto partido regeneracionista español, Fernando Savater,
también se ha prestado a utilizar su tribuna mediática para señalar a la
PAH. Como tributo a su juventud libertaria, Savater al menos reconoce
que los representantes electos “dan a menudo la impresión de formar una
casta cerrada sobre sí misma, impermeable a las demandas populares”.
Pero eso no le ha parecido suficiente para cargar contra la intolerable
impunidad que hasta la ONU y el Tribunal de Luxemburgo han condenado. O
contra las amenazas de muerte recibidas por Ada Colau en estos días.
Para el filósofo, la prioridad del momento es otra: amonestar, marcar de
cerca a quienes, a pesar de su autocontención, se están pareciendo
demasiado a “los
borrokas”.
Si intentar vincular toda protesta social embarazosa a ETA es un
recurso burdo en la mayoría de contextos, en este caso subleva de manera
singular. De entrada, porque se utiliza contra una organización que
desde un comienzo ha hecho pública su apuesta por la no violencia. En
segundo lugar, porque con ello se banaliza la dramática situación de
miles de familias desahuciadas que, a pesar de la paciencia exhibida, no
han encontrado ninguna respuesta concreta a su situación. Cuando las
asociaciones de HIJOS en Argentina decidieron escrachar a los
responsables de los crímenes de la dictadura, estos últimos habían sido
derrotados. A pesar de las resistencias, existía un entorno
institucional y social que, en términos generales, facilitaba la
comprensión del mensaje de las víctimas. La diferencia con el caso
español es evidente. Aunque el régimen que ha perpetrado la gran estafa
de las últimas décadas está cada vez más deslegitimado, conserva
espacios decisivos de poder: político, económico, policial y mediático. Y
lo utilizará sin miramientos para distorsionar y criminalizar cualquier
reclamo que lo incomode demasiado o que amenace sus privilegios. El
gran éxito de la PAH ha sido convertir la violencia ejercida contra
miles de familias en una impugnación eficaz, socialmente compartida, de
la espuria alianza entre política y dinero que la ha hecho posible. Esta
acusación, dirigida contra el núcleo del capitalismo
financiero-inmobiliario hispano, no podía quedar sin respuesta. De lo
que se trata ahora es de convertir esta tosca ofensiva criminalizadora
del gobierno en un acicate más para la movilización contra los recortes.
Y de mostrar que, aunque no quieran, finalmente se podrá.