Autoridad militar, por supuesto,
pregonaban los golpistas del 23-F. Autoridad fiscal independiente,
anuncian nuestros gobernantes secuestrados ahora por la Acorazada
Brunete de la austeridad que no sólo recorta nuestro Estado como tal
sino nuestra democracia como la veníamos entendiendo hasta hace año y
pico.
El bueno de Montesquieu tiene retranca: nuestro ejecutivo anuncia, tras su último Consejo de Ministros, que creará una Autoridad Fiscal Independiente. Y remacha la portavoz Soraya Sáenz de Santamaría: “de plena autonomía e independencia” y que “no estará sujeta a las instrucciones del gobierno”. ¿Es que el resto de las fiscalías no son autónomas e independientes y están sujetas a las instrucciones gubernamentales? A veces, las redundancias son peligrosas: entre los juzgados presuntamente privatizados y los jueces peligrosos inhabilitados, lo único que nos faltaba es que los fiscales fueran ujieres de La Moncloa, como si España fuera la Venezuela de Chávez que pintan sus detractores.
Viene bien esa aclaración en estos tiempos raros en los que nuestro presidente, desaparecido en combate, da la sensación de pretender que no sólo desaparezcan también nuestros derechos sino nuestras libertades. Pobre país de televisión pública uniformada en donde Carlos Floriano, licenciado en Rayos Uva, se permite el lujo de recordarnos que la libertad prensa tiene que tener límites, como si ya no los tuviese sobradamente por ley. Tendremos que tentarnos la ropa, no sea que más temprano que tarde, a falta de un Silvio Berlusconi de guardia, alguien cree otra autoridad fiscal independiente que establezca la censura previa y la prisión provisional para los periodistas que ejerzan su oficio con gran alarma social para los firmes partidarios de las mordazas.
Por ahora, esa nueva autoridad fiscal independiente –similar, nos dicen, a la de un país federal como Estados Unidos– tratará de hacer cumplir a rajatabla el artículo 135 de la Constitución Española. ¿Recuerdan? Su contenido fue vergonzosamente aprobado por PSOE y por PP, con estivalidad y alevosía durante el verano de 2011 y, bajo su nueva redacción, apareció publicado en el BOE núm. 233 de 27 de septiembre de 2011. Es el que consagra el dogma de la inmaculada concepción de la estabilidad presupuestaria y fija como pecado mortal el déficit en las cuentas públicas, sobre todo en peligro de muerte o si ha de comulgar con ruedas de molino.
Se trata del que nos mandó escribir al dictado Bruselas y que vino a ser la carta de suicidio político de José Luis Rodríguez Zapatero. En teoría, si he entendido bien su contenido, bajo su tupida selva de palabras con manguitos, puñetas y lápices en la oreja, su objetivo es el de hacer valer que “siendo cada vez más evidentes las repercusiones de la globalización económica y financiera, la estabilidad presupuestaria adquiere un valor verdaderamente estructural y condicionante de la capacidad de actuación del Estado, del mantenimiento y desarrollo del Estado Social que proclama el artículo 1.1 de la propia Ley Fundamental y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los ciudadanos”.
Más allá de la consolidación fiscal, imprescindible para que un Estado genere confianza, la reforma de dicho artículo pretendía “garantizar el principio de estabilidad presupuestaria, vinculando a todas las Administraciones Públicas en su consecución, reforzar el compromiso de España con la Unión Europea y, al mismo tiempo, garantizar la sostenibilidad económica y social de nuestro país”. O sea, la obligatoriedad de contener esas décimas de déficit que parecen bien invertidas cuando su propósito es salvar a la banca pero que, a los ojos de quienes mandan, se antojan un despropósito si se pretende crear empleo público aunque sea convocando oposiciones para peones camineros. De momento, para que luego digan, vamos a invertir parte de nuestras finanzas estranguladas, en crear un nuevo cargo, el de fiscal contable para un país sin un euro: Elliot Ness investigará cajones vacíos en ministerios sin competencia, consejerías sin fluidez y ayuntamientos dando la cara sin que el resto de las instituciones les den ni los buenos días.
Si teníamos dudas sobre la soberanía popular y nuestra capacidad de autogestión como Estado, tras aquella reforma constitucional, abandonamos toda esperanza, ya que establecía sin ningún género de dudas que “el Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados Miembros”. Y añadía, bajo otros corsés políticos de variado pelaje que “una Ley Orgánica fijará el déficit estructural máximo permitido al Estado y a las Comunidades Autónomas, en relación con su producto interior bruto”. Más un estrambote: “Las Entidades Locales deberán presentar equilibrio presupuestario”.
A primera vista, todo parece perseguir nuestra felicidad como pueblo y que no nos embarquemos en más ronchas dinerarias de las que podamos permitirnos: “El volumen de deuda pública del conjunto de las Administraciones Públicas en relación con el producto interior bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”. Lo que me parece, sin embargo, paradójico es uno de los epígrafes de dicha norma, para cuya aplicación no sólo haría falta una nueva autoridad fiscal independiente sino quitarnos las orejeras actuales: “Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados”. ¿No estamos acaso ante una catástrofe, no se sabe si natural o artificial, cuyo tsunami social roza el de los seis millones de parados? ¿No sufrimos la recesión en las carnes populares, por más que los mercados nos perdonen la vida en la macroeconomía? ¿No nos enfrentamos a una situación de emergencia extraordinaria que escapa al control del Estado porque cada vez hay menos contribuyentes y cada vez hay más manos que reclaman caridad o justicia?
Habrá que preguntarse si esa nueva autoridad fiscal independiente enviará a los antidisturbios de las agencias de rating, de las grandes corporaciones bancarias y del neoliberalismo mundial, a sofocar las revueltas de cualquier parlamento que se atreva a saltarse esa norma a la torera. Como ya suele ocurrir, a diario, con los ciudadanos que se rebelan ante un desahucio o ante esa rara costumbre de impedir a la brava cualquier tipo de manifestaciones, sobre todo las pacíficas.
Dado nuestro creciente proceso de europeización y a la vista de sus penosos resultados electorales, hay un firme candidato para cubrir la plaza de esa nueva autoridad fiscal independiente. Se llama Mario Monti, cuyos éxitos económicos en Italia son tan incontestables que lo mismo no podemos ficharlo tal y como nos agradaría. Y es que si el Vaticano busca realmente a un Papa tecnócrata, el cónclave de esta semana seguro que le elige como sucesor de San Pedro.
Juan José Téllez
El bueno de Montesquieu tiene retranca: nuestro ejecutivo anuncia, tras su último Consejo de Ministros, que creará una Autoridad Fiscal Independiente. Y remacha la portavoz Soraya Sáenz de Santamaría: “de plena autonomía e independencia” y que “no estará sujeta a las instrucciones del gobierno”. ¿Es que el resto de las fiscalías no son autónomas e independientes y están sujetas a las instrucciones gubernamentales? A veces, las redundancias son peligrosas: entre los juzgados presuntamente privatizados y los jueces peligrosos inhabilitados, lo único que nos faltaba es que los fiscales fueran ujieres de La Moncloa, como si España fuera la Venezuela de Chávez que pintan sus detractores.
Viene bien esa aclaración en estos tiempos raros en los que nuestro presidente, desaparecido en combate, da la sensación de pretender que no sólo desaparezcan también nuestros derechos sino nuestras libertades. Pobre país de televisión pública uniformada en donde Carlos Floriano, licenciado en Rayos Uva, se permite el lujo de recordarnos que la libertad prensa tiene que tener límites, como si ya no los tuviese sobradamente por ley. Tendremos que tentarnos la ropa, no sea que más temprano que tarde, a falta de un Silvio Berlusconi de guardia, alguien cree otra autoridad fiscal independiente que establezca la censura previa y la prisión provisional para los periodistas que ejerzan su oficio con gran alarma social para los firmes partidarios de las mordazas.
Por ahora, esa nueva autoridad fiscal independiente –similar, nos dicen, a la de un país federal como Estados Unidos– tratará de hacer cumplir a rajatabla el artículo 135 de la Constitución Española. ¿Recuerdan? Su contenido fue vergonzosamente aprobado por PSOE y por PP, con estivalidad y alevosía durante el verano de 2011 y, bajo su nueva redacción, apareció publicado en el BOE núm. 233 de 27 de septiembre de 2011. Es el que consagra el dogma de la inmaculada concepción de la estabilidad presupuestaria y fija como pecado mortal el déficit en las cuentas públicas, sobre todo en peligro de muerte o si ha de comulgar con ruedas de molino.
Se trata del que nos mandó escribir al dictado Bruselas y que vino a ser la carta de suicidio político de José Luis Rodríguez Zapatero. En teoría, si he entendido bien su contenido, bajo su tupida selva de palabras con manguitos, puñetas y lápices en la oreja, su objetivo es el de hacer valer que “siendo cada vez más evidentes las repercusiones de la globalización económica y financiera, la estabilidad presupuestaria adquiere un valor verdaderamente estructural y condicionante de la capacidad de actuación del Estado, del mantenimiento y desarrollo del Estado Social que proclama el artículo 1.1 de la propia Ley Fundamental y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los ciudadanos”.
Más allá de la consolidación fiscal, imprescindible para que un Estado genere confianza, la reforma de dicho artículo pretendía “garantizar el principio de estabilidad presupuestaria, vinculando a todas las Administraciones Públicas en su consecución, reforzar el compromiso de España con la Unión Europea y, al mismo tiempo, garantizar la sostenibilidad económica y social de nuestro país”. O sea, la obligatoriedad de contener esas décimas de déficit que parecen bien invertidas cuando su propósito es salvar a la banca pero que, a los ojos de quienes mandan, se antojan un despropósito si se pretende crear empleo público aunque sea convocando oposiciones para peones camineros. De momento, para que luego digan, vamos a invertir parte de nuestras finanzas estranguladas, en crear un nuevo cargo, el de fiscal contable para un país sin un euro: Elliot Ness investigará cajones vacíos en ministerios sin competencia, consejerías sin fluidez y ayuntamientos dando la cara sin que el resto de las instituciones les den ni los buenos días.
Si teníamos dudas sobre la soberanía popular y nuestra capacidad de autogestión como Estado, tras aquella reforma constitucional, abandonamos toda esperanza, ya que establecía sin ningún género de dudas que “el Estado y las Comunidades Autónomas no podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados Miembros”. Y añadía, bajo otros corsés políticos de variado pelaje que “una Ley Orgánica fijará el déficit estructural máximo permitido al Estado y a las Comunidades Autónomas, en relación con su producto interior bruto”. Más un estrambote: “Las Entidades Locales deberán presentar equilibrio presupuestario”.
A primera vista, todo parece perseguir nuestra felicidad como pueblo y que no nos embarquemos en más ronchas dinerarias de las que podamos permitirnos: “El volumen de deuda pública del conjunto de las Administraciones Públicas en relación con el producto interior bruto del Estado no podrá superar el valor de referencia establecido en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”. Lo que me parece, sin embargo, paradójico es uno de los epígrafes de dicha norma, para cuya aplicación no sólo haría falta una nueva autoridad fiscal independiente sino quitarnos las orejeras actuales: “Los límites de déficit estructural y de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados”. ¿No estamos acaso ante una catástrofe, no se sabe si natural o artificial, cuyo tsunami social roza el de los seis millones de parados? ¿No sufrimos la recesión en las carnes populares, por más que los mercados nos perdonen la vida en la macroeconomía? ¿No nos enfrentamos a una situación de emergencia extraordinaria que escapa al control del Estado porque cada vez hay menos contribuyentes y cada vez hay más manos que reclaman caridad o justicia?
Habrá que preguntarse si esa nueva autoridad fiscal independiente enviará a los antidisturbios de las agencias de rating, de las grandes corporaciones bancarias y del neoliberalismo mundial, a sofocar las revueltas de cualquier parlamento que se atreva a saltarse esa norma a la torera. Como ya suele ocurrir, a diario, con los ciudadanos que se rebelan ante un desahucio o ante esa rara costumbre de impedir a la brava cualquier tipo de manifestaciones, sobre todo las pacíficas.
Dado nuestro creciente proceso de europeización y a la vista de sus penosos resultados electorales, hay un firme candidato para cubrir la plaza de esa nueva autoridad fiscal independiente. Se llama Mario Monti, cuyos éxitos económicos en Italia son tan incontestables que lo mismo no podemos ficharlo tal y como nos agradaría. Y es que si el Vaticano busca realmente a un Papa tecnócrata, el cónclave de esta semana seguro que le elige como sucesor de San Pedro.
Juan José Téllez
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