Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
En 1989 Francis Fukuyama, asesor del presidente de los Estados Unidos, publicó un artículo titulado El fin de la historia que tuvo una repercusión a mi entender inexplicable, teniendo en cuenta el bajo nivel teórico de su argumentación, tomada de un Hegel mal leído. Más de diez años después insistía en la misma tesis, argumentando que los hechos no habían desmentido su hipótesis. Decía Fukuyama que estamos asistiendo “al último paso de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano”, poniendo en el mismo plano la democracia, el capitalismo liberal, la economía de mercado y hasta los derechos humanos, todos ellos constitutivos del “estadio definitivo del pensamiento humano”. En adelante podrá haber nuevos acontecimientos, pero lo que se ha terminado es “la evolución del pensamiento humano”: una afirmación sin duda verdadera si se refiere a la evolución del pensamiento del propio Fukuyama, pero ridícula si pretende abarcar a la humanidad en su conjunto.
Resulta curioso que los profetas del fin de las ideologías —Fukuyama no es el único— siempre anuncien la muerte de todas ellas menos de la propia, que sigue gozando de buena salud. Al calor de este apocalipsis se acuñó la expresión “pensamiento único” para señalar el dogma neoliberal entendido no solo como un sistema económico sino como una concepción global de la vida social. Este dogma sería el único a quien se le ha concedido la inmortalidad.
Ignoro si Fukuyama sigue sosteniendo su tesis: probablemente lo haga, ateniéndose al dicho “si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos”. Pero un vistazo al mundo de hoy implica un desmentido radical a esta “unidad de destino en lo universal” que proclaman los defensores del fin de las ideologías. Cada día queda más claro que la democracia y el capitalismo actual, que el autor considera como partes integrantes del estadio definitivo de la humanidad, son incompatibles entre sí. Si bien es verdad que el capitalismo nació junto con el sistema democrático de gobierno, también lo es que resulta cada vez más evidente que el supuesto gobierno del pueblo postulado por la democracia resulta ampliamente superado por grupos de presión que toman las decisiones en anónimos despachos repartidos por todo el mundo. Un ejemplo claro lo tenemos en Europa: el modesto estado de bienestar que habíamos elegido como modelo social está siendo desmontado progresivamente para sustituirlo por la gestión privada de los servicios sociales, sin que haya mediado ninguna consulta a los ciudadanos sobre el tema. La justificación de estas medidas es claramente ideológica: se apoya en una concepción de la libertad como una posesión del sujeto individual y no como el resultado de decisiones colectivas. La competencia se convierte en el eje de la organización de la sociedad y no la solidaridad entre sus miembros. La propiedad y gestión privada de los servicios se considera preferible a la gestión pública. Todo esto puede discutirse, por supuesto. Pero lo que resulta indiscutible es la imposición de este modelo a la sociedad saltándose todos los procedimientos democráticos. En esta situación, afirmar que se ha llegado al definitivo triunfo de la democracia y el capitalismo como partes integrantes de un mismo paradigma resulta por lo menos insólito y en cualquier caso una opinión claramente ideológica.
Se suele aducir que no existe otro modelo alternativo. Según los que proclaman el fin de las ideologías las leyes del capitalismo son tan indiscutibles como las leyes de la naturaleza y el fracaso de las políticas colectivistas de la Europa del Este constituiría la demostración de ese dogma. Pero si de fracasos se trata, habría de contabilizar los innumerables fracasos de la historia del capitalismo: si aceptamos que el éxito de un sistema económico se mide por su capacidad para satisfacer al menos las necesidades básicas de la población, hay que recordar que en este momento menos de una cuarta parte de la población mundial tiene acceso a lo que hoy consideramos derechos fundamentales de bienestar y que la distancia entre el minoritario mundo desarrollado y la mayoría de los habitantes de este planeta no deja de crecer, mientras millones de personas siguen muriendo de hambre cada año. Entre tanto, los activos financieros dedicados a la economía especulativa alcanzan cifras astronómicas cuya gestión escapa a cualquier control democrático y que no se invierten precisamente en responder a las necesidades reales de la gente. Por no hablar de las periódicas crisis que azotan incluso a los países que aceptan dócilmente las recetas neoliberales. ¿Y estos fracasos, la mayoría frutos del capitalismo, no se consideran argumentos que demuestren la ineficacia de ese sistema mientras que el colapso de los modelos socialistas se supone que descalifican cualquier intento futuro de gestión democrática de la economía?
Lo que está claro es que a lo largo de la historia de la humanidad se han sucedido muchos sistemas productivos, cada uno de los cuales fue visto seguramente por sus contemporáneos como el sistema definitivo. No imagino a un señor feudal previendo la emancipación de los esclavos y la variación de las primas de riesgo. Suponer que el capitalismo liberal constituye el punto de llegada de la historia constituye la apoteosis del pensamiento ideológico antes que su superación.
Y desde otro punto de vista tampoco parece que la democracia liberal capitalista pueda arrogarse la condición de modelo final de la historia. El mundo árabe está lejos de aceptar el paradigma occidental y los intentos de establecer sociedades islámicas están proliferando en el mundo. Las luchas étnicas, las guerras entre países y las guerras civiles no muestran signos de desaparecer. China, probablemente la primera potencia mundial dentro de unos años, parece decidida a desarrollar sus propias pautas culturales, políticas y económicas. El deterioro de un planeta sobreexplotado sigue su curso. Ante este panorama ¿alguien puede atreverse a predecir o siquiera a imaginar el destino de la humanidad en los próximos siglos? Afirmar, como lo hace Fukuyama, que “la historia es direccional, progresiva y culmina en el moderno Estado liberal” constituye una muestra más de esa necesidad humana de encontrarle sentido a la historia, aunque sea a costa de fundamentalismos irracionales.
Los chimpancés no necesitan ocuparse de estas cuestiones: la madre naturaleza les regala las respuestas a estos problemas. Pero los seres humanos tenemos el costoso privilegio de inventar nuestra organización social sin que ningún “espíritu objetivo” pueda elegirla por nosotros. De ahí que las ideologías, entendidas como la manera en que una sociedad se piensa a sí misma y decide cómo quiere organizarse sean tan persistentes como nuestra propia especie.
Escritor y filósofo
En 1989 Francis Fukuyama, asesor del presidente de los Estados Unidos, publicó un artículo titulado El fin de la historia que tuvo una repercusión a mi entender inexplicable, teniendo en cuenta el bajo nivel teórico de su argumentación, tomada de un Hegel mal leído. Más de diez años después insistía en la misma tesis, argumentando que los hechos no habían desmentido su hipótesis. Decía Fukuyama que estamos asistiendo “al último paso de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano”, poniendo en el mismo plano la democracia, el capitalismo liberal, la economía de mercado y hasta los derechos humanos, todos ellos constitutivos del “estadio definitivo del pensamiento humano”. En adelante podrá haber nuevos acontecimientos, pero lo que se ha terminado es “la evolución del pensamiento humano”: una afirmación sin duda verdadera si se refiere a la evolución del pensamiento del propio Fukuyama, pero ridícula si pretende abarcar a la humanidad en su conjunto.
Resulta curioso que los profetas del fin de las ideologías —Fukuyama no es el único— siempre anuncien la muerte de todas ellas menos de la propia, que sigue gozando de buena salud. Al calor de este apocalipsis se acuñó la expresión “pensamiento único” para señalar el dogma neoliberal entendido no solo como un sistema económico sino como una concepción global de la vida social. Este dogma sería el único a quien se le ha concedido la inmortalidad.
Ignoro si Fukuyama sigue sosteniendo su tesis: probablemente lo haga, ateniéndose al dicho “si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos”. Pero un vistazo al mundo de hoy implica un desmentido radical a esta “unidad de destino en lo universal” que proclaman los defensores del fin de las ideologías. Cada día queda más claro que la democracia y el capitalismo actual, que el autor considera como partes integrantes del estadio definitivo de la humanidad, son incompatibles entre sí. Si bien es verdad que el capitalismo nació junto con el sistema democrático de gobierno, también lo es que resulta cada vez más evidente que el supuesto gobierno del pueblo postulado por la democracia resulta ampliamente superado por grupos de presión que toman las decisiones en anónimos despachos repartidos por todo el mundo. Un ejemplo claro lo tenemos en Europa: el modesto estado de bienestar que habíamos elegido como modelo social está siendo desmontado progresivamente para sustituirlo por la gestión privada de los servicios sociales, sin que haya mediado ninguna consulta a los ciudadanos sobre el tema. La justificación de estas medidas es claramente ideológica: se apoya en una concepción de la libertad como una posesión del sujeto individual y no como el resultado de decisiones colectivas. La competencia se convierte en el eje de la organización de la sociedad y no la solidaridad entre sus miembros. La propiedad y gestión privada de los servicios se considera preferible a la gestión pública. Todo esto puede discutirse, por supuesto. Pero lo que resulta indiscutible es la imposición de este modelo a la sociedad saltándose todos los procedimientos democráticos. En esta situación, afirmar que se ha llegado al definitivo triunfo de la democracia y el capitalismo como partes integrantes de un mismo paradigma resulta por lo menos insólito y en cualquier caso una opinión claramente ideológica.
Se suele aducir que no existe otro modelo alternativo. Según los que proclaman el fin de las ideologías las leyes del capitalismo son tan indiscutibles como las leyes de la naturaleza y el fracaso de las políticas colectivistas de la Europa del Este constituiría la demostración de ese dogma. Pero si de fracasos se trata, habría de contabilizar los innumerables fracasos de la historia del capitalismo: si aceptamos que el éxito de un sistema económico se mide por su capacidad para satisfacer al menos las necesidades básicas de la población, hay que recordar que en este momento menos de una cuarta parte de la población mundial tiene acceso a lo que hoy consideramos derechos fundamentales de bienestar y que la distancia entre el minoritario mundo desarrollado y la mayoría de los habitantes de este planeta no deja de crecer, mientras millones de personas siguen muriendo de hambre cada año. Entre tanto, los activos financieros dedicados a la economía especulativa alcanzan cifras astronómicas cuya gestión escapa a cualquier control democrático y que no se invierten precisamente en responder a las necesidades reales de la gente. Por no hablar de las periódicas crisis que azotan incluso a los países que aceptan dócilmente las recetas neoliberales. ¿Y estos fracasos, la mayoría frutos del capitalismo, no se consideran argumentos que demuestren la ineficacia de ese sistema mientras que el colapso de los modelos socialistas se supone que descalifican cualquier intento futuro de gestión democrática de la economía?
Lo que está claro es que a lo largo de la historia de la humanidad se han sucedido muchos sistemas productivos, cada uno de los cuales fue visto seguramente por sus contemporáneos como el sistema definitivo. No imagino a un señor feudal previendo la emancipación de los esclavos y la variación de las primas de riesgo. Suponer que el capitalismo liberal constituye el punto de llegada de la historia constituye la apoteosis del pensamiento ideológico antes que su superación.
Y desde otro punto de vista tampoco parece que la democracia liberal capitalista pueda arrogarse la condición de modelo final de la historia. El mundo árabe está lejos de aceptar el paradigma occidental y los intentos de establecer sociedades islámicas están proliferando en el mundo. Las luchas étnicas, las guerras entre países y las guerras civiles no muestran signos de desaparecer. China, probablemente la primera potencia mundial dentro de unos años, parece decidida a desarrollar sus propias pautas culturales, políticas y económicas. El deterioro de un planeta sobreexplotado sigue su curso. Ante este panorama ¿alguien puede atreverse a predecir o siquiera a imaginar el destino de la humanidad en los próximos siglos? Afirmar, como lo hace Fukuyama, que “la historia es direccional, progresiva y culmina en el moderno Estado liberal” constituye una muestra más de esa necesidad humana de encontrarle sentido a la historia, aunque sea a costa de fundamentalismos irracionales.
Los chimpancés no necesitan ocuparse de estas cuestiones: la madre naturaleza les regala las respuestas a estos problemas. Pero los seres humanos tenemos el costoso privilegio de inventar nuestra organización social sin que ningún “espíritu objetivo” pueda elegirla por nosotros. De ahí que las ideologías, entendidas como la manera en que una sociedad se piensa a sí misma y decide cómo quiere organizarse sean tan persistentes como nuestra propia especie.
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