A veces es el mismísimo Al Capone el que telefonea a su homólogo en el Gobierno para exigirle que destituya a un grupo de inspectores de Hacienda
La colaboración entre las mafias
y el Estado comienza a ser tan estrecha que no sabe uno dónde terminan
aquéllas y comienza éste. Llega el crimen organizado y le dice al Estado:
“Quítame de encima a este juez que no hace más que tocarme los cojones”.
Y el Estado va y se lo quita, hoy por ti, mañana por mí. A la semana siguiente
vuelve la mafia y dice: “Fulmina a esta cúpula policial, que ha tenido
los huevos de investigarme”. Y el Estado liquida a la cúpula policial
para que la bofia tome nota de lo que se puede y de lo que no se puede
perseguir. A veces es el mismísimo Al Capone el que telefonea a su homólogo
en el Gobierno para exigirle que destituya a un grupo de inspectores de
Hacienda que ha osado meter las narices en sus negocios. “Ningún problema”,
le responde el homólogo estatal mientras firma el cese de los presuntos
implicados.
Pero no han transcurrido ni cien
días de todo lo anterior, cuando el jefe de mantenimiento de la mafia se
da cuenta de que tiene los sótanos repletos de billetes de 500 euros, con
los consiguientes gastos de almacenaje. “Oye”, le dice a su contacto
en el Gobierno, “necesitaría blanquear unos 25.000 millones porque se
me sale la pasta por las costuras”. “Me viene de perlas”, le responde
el contacto gubernamental, “estáis indultados de antemano a cambio de
una comisión del 10%”. Y ahí tenemos 25.000 millones, procedentes de la
trata de blancas o del tráfico de armas, entrando en el torrente sanguíneo
del cuerpo social con todas las bendiciones de los ministerios de Economía
y Hacienda. Claro que como necesitamos aparentar que somos gente de orden,
endurecemos al mismo tiempo el código penal para los delitos menores, prohibimos
el aborto y penalizamos la píldora del día después. Creíamos que solo nos
daba órdenes el Tercer Reich, pero la Cosa Nostra aprieta
también lo suyo.
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