Nuestro ministro de Educación, muy
educadamente, nos presentaba ayer tras consejo de ministros la nueva ley
Wert, que acababa de recibir el visto bueno de nuestro pío gobierno al
completo. Mi querido José Ignacio, de quien ya he escrito tanto que lo
considero mi más elaborado personaje, como pueda ser Marlowe para
Chandler, o Platero para JRJ, mi querido José Ignacio, decía, nos
inyectó a los españoles un dato en vena sobre la importancia que tiene
para él la educación: “El 40% de los alumnos de 15 años ha repetido, al
menos, un curso, y hay medio millón de alumnos repitiendo que cuestan
2.500 millones de euros al sistema”. Eso nos ha dicho.
O sea, un repetidor, un estudiante incompetente, nos sale a cinco mil pavos anuales. Me parece barato y sostenible. Un ministro incompetente nos sale más caro hasta mensualmente. Por no decir un banquero. Por no decir Miguel Blesa, cuya fianza de 2,5 millones es inferior al bonus de 2,8 millones que se había asignado tras derrumbar Caja Madrid y obligar a todos los españoles a pagar a pachas el iceberg.
Esto de convertir personas en cifras es una costumbre muy pepera. Si hay medio millón de repetidores en España, será, creo yo, que algo falla en el sistema educativo. Porque no me parece a mí que los chicos y chicas españoles nazcan impedidos intelectualmente, y entonces, querido ministro cultural y educativo, lo que falla es el sistema. Falla la cultura y la educación del sistema. Falla la educación y la cultura de nuestros ministros.
No es que estos chicos le cuesten 2.500 millones al sistema. Es que el sistema le roba el futuro a estos 500.000 chicos dedicando a su educación solo 5.000 pavos anuales. Y para colmo, se impone esta política de recortes que mi atildado Wert apoya con entusiasmo. Yo quiero que la educación de una mujer o de un hombre me cueste a mí, a mi país y a mis impuestos más de cinco mil pavos anuales. Es una miseria. Y las suyas son declaraciones de wertedero, il mio caro ministro. La frase de Wert sobre el coste de la educación mal dada sería hasta divertida llevada a la sanidad: “No podemos mantener un sistema sanitario al que solo acuden clientes enfermos. Por tanto, hay que desmantelar la sanidad”. Bueno. No es tan divertido. Basándose en el antedicho axioma, lo están haciendo…
Cuando yo era guapo, irascible y joven, me echaron de un colegio tras protagonizar una feroz pelea contra un docente. Según cuenta la leyenda familiar, ninguno de los otros colegios compostelanos me acogía, dado mi poco perfumado carácter. Al final, mis abnegados padres consiguieron que me aceptara un centro prácticamente de beneficencia (que no público) donde un alto porcentaje de padres firmaba las notas de sus hijos marcando una equis: no sabían escribir. De la escuela pública ni se habló: mis padres querían para mí una educación católica, apostólica y tal.
En el colegio anterior, el de mi expulsión, me habían ofrecido esa educación como Dios manda, que diría mi ministro. Así que llegué al nuevo colegio muy dignamente y aseado. Como era un niño sociable y no poco extrovertido, a la hora del recreo ya estaba conversando alegremente con mis nuevos compañeros. Teníamos diez u once años y hablábamos de sexo.
-¿Y tú cuántos hermanos tienes? -me preguntó un tal Rosendo, bajito y mal alimentado.
-Somos cinco.
-Entonces, tu madre folló cinco veces -me dijo y todo el mundo se rió.
Menos yo.
Yo había recibido una educación como Dios manda.
Agarré el pelo de Rosendo y empecé a golpearle la cabeza contra la esquina de un escalón. La nuca, concretamente. Los demás contertulios me intentaban separar pero eran incapaces. La ira posee una musculatura muy recia. Por eso es más difícil crear belleza que destruirla. Cuando recuerdo aquella escena, todavía siento pavor de mí mismo. En serio. Escribiendo esto, me tiembla ligeramente el pulso. No estoy de pose. Tengo que corregir muchas erratas porque mis dedos violentos equivocan la tecla a la que golpear. Desde entonces, desde aquel día, de hecho, pierdo todas las peleas. Estuve tan cerca de matar, aquel día, que me aterroriza más hacer daño a que me lo hagan. Nunca golpeo lo suficientemente fuerte a nadie, por mucho que me estén golpeando a mí. Cuando quiero ganar alguna pelea, llamo a mis hermanos, que son una banda de borricos pero tienen la suficiente delicadeza como para no matar a nadie.
Te cuento esta chorrada, mi querido Wert, porque es una anécdota que me vuelve a la cabeza cada vez que repaso los preceptos de tu nueva ley educativa. No sé por qué será. Pero me da la impresión de que deberías añadir un anexo, a dicha ley, para eliminar de los colegios las esquinas de los escalones. Pueden ser muy peligrosas, si vamos educando a los chicos del futuro como Dios manda.
O sea, un repetidor, un estudiante incompetente, nos sale a cinco mil pavos anuales. Me parece barato y sostenible. Un ministro incompetente nos sale más caro hasta mensualmente. Por no decir un banquero. Por no decir Miguel Blesa, cuya fianza de 2,5 millones es inferior al bonus de 2,8 millones que se había asignado tras derrumbar Caja Madrid y obligar a todos los españoles a pagar a pachas el iceberg.
Esto de convertir personas en cifras es una costumbre muy pepera. Si hay medio millón de repetidores en España, será, creo yo, que algo falla en el sistema educativo. Porque no me parece a mí que los chicos y chicas españoles nazcan impedidos intelectualmente, y entonces, querido ministro cultural y educativo, lo que falla es el sistema. Falla la cultura y la educación del sistema. Falla la educación y la cultura de nuestros ministros.
No es que estos chicos le cuesten 2.500 millones al sistema. Es que el sistema le roba el futuro a estos 500.000 chicos dedicando a su educación solo 5.000 pavos anuales. Y para colmo, se impone esta política de recortes que mi atildado Wert apoya con entusiasmo. Yo quiero que la educación de una mujer o de un hombre me cueste a mí, a mi país y a mis impuestos más de cinco mil pavos anuales. Es una miseria. Y las suyas son declaraciones de wertedero, il mio caro ministro. La frase de Wert sobre el coste de la educación mal dada sería hasta divertida llevada a la sanidad: “No podemos mantener un sistema sanitario al que solo acuden clientes enfermos. Por tanto, hay que desmantelar la sanidad”. Bueno. No es tan divertido. Basándose en el antedicho axioma, lo están haciendo…
Cuando yo era guapo, irascible y joven, me echaron de un colegio tras protagonizar una feroz pelea contra un docente. Según cuenta la leyenda familiar, ninguno de los otros colegios compostelanos me acogía, dado mi poco perfumado carácter. Al final, mis abnegados padres consiguieron que me aceptara un centro prácticamente de beneficencia (que no público) donde un alto porcentaje de padres firmaba las notas de sus hijos marcando una equis: no sabían escribir. De la escuela pública ni se habló: mis padres querían para mí una educación católica, apostólica y tal.
En el colegio anterior, el de mi expulsión, me habían ofrecido esa educación como Dios manda, que diría mi ministro. Así que llegué al nuevo colegio muy dignamente y aseado. Como era un niño sociable y no poco extrovertido, a la hora del recreo ya estaba conversando alegremente con mis nuevos compañeros. Teníamos diez u once años y hablábamos de sexo.
-¿Y tú cuántos hermanos tienes? -me preguntó un tal Rosendo, bajito y mal alimentado.
-Somos cinco.
-Entonces, tu madre folló cinco veces -me dijo y todo el mundo se rió.
Menos yo.
Yo había recibido una educación como Dios manda.
Agarré el pelo de Rosendo y empecé a golpearle la cabeza contra la esquina de un escalón. La nuca, concretamente. Los demás contertulios me intentaban separar pero eran incapaces. La ira posee una musculatura muy recia. Por eso es más difícil crear belleza que destruirla. Cuando recuerdo aquella escena, todavía siento pavor de mí mismo. En serio. Escribiendo esto, me tiembla ligeramente el pulso. No estoy de pose. Tengo que corregir muchas erratas porque mis dedos violentos equivocan la tecla a la que golpear. Desde entonces, desde aquel día, de hecho, pierdo todas las peleas. Estuve tan cerca de matar, aquel día, que me aterroriza más hacer daño a que me lo hagan. Nunca golpeo lo suficientemente fuerte a nadie, por mucho que me estén golpeando a mí. Cuando quiero ganar alguna pelea, llamo a mis hermanos, que son una banda de borricos pero tienen la suficiente delicadeza como para no matar a nadie.
Te cuento esta chorrada, mi querido Wert, porque es una anécdota que me vuelve a la cabeza cada vez que repaso los preceptos de tu nueva ley educativa. No sé por qué será. Pero me da la impresión de que deberías añadir un anexo, a dicha ley, para eliminar de los colegios las esquinas de los escalones. Pueden ser muy peligrosas, si vamos educando a los chicos del futuro como Dios manda.
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