Juan Carlos Escudier
Con Esperanza Aguirre nunca se dejan de aprender cosas. Del liberalismo, por ejemplo, se pensaba equivocadamente que era aquello de permitir que el mercado actuara sin cortapisas, pero fue verla gobernar como un cortijo la Comunidad de Madrid o convertir Telemadrid en el espejito mágico de la bruja de Blancanieves y entender mejor el concepto. Como a Aguirre a liberal no hay quien le gane, fue preciso someter a revisión los criterios erróneos que se sacan de los libros. ¿Confiar en los individuos? Por supuesto, aunque en unos más que en otros, especialmente si son amigos de la lideresa y te piden unas licencias de radio.
No contenta con reinventar el liberalismo, Aguirre decidió ayer remozar la vieja idea de la asunción de responsabilidades. Hasta la fecha, cada vez que se escuchaba a un político pronunciar las palabras mágicas se daba por descontado que la siguiente frase incluiría el término dimisión. Se trataba de una costumbre arcaica que precisaba ser actualizada como las frecuencias de la TDT.
La doctrina Aguirre ha superado ese absurdo convencionalismo. Abochornada por haber tenido a su lado como secretario general del PP de Madrid a Francisco Granados, el de los 50 ladrones, y por haberle puesto al mando de la “gestapillo” madrileña desde la consejería de Interior, nuestra liberal de cabecera asumió sus responsabilidades. ¿Cómo? Con una rueda de prensa en la que pedía perdón. ¿Y la dimisión? Pues eso, que manzanas traigo.
Como se comprenderá, si lo de dimitir por Granados no procedía, menos aún lo de irse por esos cuatro alcaldes madrileños arrestados también ayer (los de Valdemoro, Torrejón de Velasco, Casarrubielos y Villalba), a los que, según afirmó, no conocía porque el PP de Madrid es tan liberal que los cabezas de lista de los municipios no los decide la todopoderosa presidenta sino los respectivos comités locales. Obviamente, tampoco era cuestión de pedir perdón por esos desconocidos con los que Aguirre sólo ha compartido fotos. Serían familia del pequeño Nicolás.
No fue la única innovación de esta mujer, a la que a partir de ayer habrá que tener como referente de una vertiente revolucionaria del Derecho penal gracias a su reformulación de la presunción de inocencia, una coletilla insoportable para los ciudadanos que, según explicó, no puede tener carácter universal. Yendo a lo concreto, la presunción de inocencia vale para Ángel Acebes, que es un pedazo de pan de Ávila “que no se ha llevado un duro” pero no “para ese señor del que me habla”, que es como Rajoy se referirá próximamente a Granados.
Es más, si Acebes se llevó algunos duros fue porque Aguirre le colocó en Cibeles, el grupo industrial de Caja Madrid, y luego Rato en el BFA, la matriz de Bankia. Aquí por cinco meses y cuatro días de esforzado trabajo se levantó 163.000 euros, a un promedio de mil euros diarios. El exministro del Interior se lo merecía todo aunque tuvieran que explicarle sobre la marcha la diferencia entre una línea de investigación y una de crédito. Eso sí, ordenando la compra de acciones era un hacha.
Establecido el principio, habrá que preguntar a Aguirre cuándo hay que considerar a un detenido presuntamente inocente, toda vez que ha demostrado sobradamente que tiene un inmejorable ojo clínico para diferenciar el trigo de la paja; de ahí que fuera fichada por una empresa de cazatalentos.
Metida en harina jurídica, llegaba una última genialidad de la lideresa, esta vez acerca del concepto de imputado y su tipología, ya que no es lo mismo estarlo por llevarse a casa el dinero de los contribuyentes que por llevarse por delante la moto de un agente de movilidad, como es su caso. A los primeros hay que echarles y a los segundos hay que distinguirles con la laureada de San Fernando, sobre todo si la imputada tiene previsto optar a la alcaldía de Madrid y el verde de la cruz le hace juego con la falda.
El asunto se habría resuelto hace tiempo si Gallardón le hubiese hecho caso pero se ve que el exministro estaba muy ocupado con ese embrollo del aborto y lo dejó pasar. La solución es bastante simple y consiste en cambiar el nombre de imputado, “que la gente lo entiende como condenado por el Tribunal Supremo”, por el de procesado, que suena más fino aunque en realidad se refiera al estadio previo al de sentarse en el banquillo. Y todos contentos.
A Aguirre hay que quererla porque su humildad y su sabiduría no tienen parangón entre la clase política del país. Debería estar llamada a ocupar obligaciones tan elevadas como los techos de su palacete. A asumir ese tipo de responsabilidades tampoco hay quien la gane. Como a liberal.
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