David Torres
Esperanza Aguirre está dejando la política desde hace tantos años que ya ni se acuerda de dónde la ha puesto. Es igual que algunos yonquis de mi barrio, que prometieron solemnemente dejar las drogas y luego, cuando te los encontrabas con una banderilla clavada en el brazo, gritaban con un mugido de éxtasis que no era culpa suya si las drogas no los dejaban a ellos. Aguirre y la política son como Romeo y Julieta, como Abelardo y Eloísa, como Florentino y Cristiano: una historia de amor inmortal, una pasión prohibida que ha ido pasando por los sucesivos estadios del romance y el cuento de hadas para despertar bien en la tumba, bien entre las rancias sábanas matrimoniales.
Un día, en efecto, Aguirre se despertó y vio que su querida política la había engañado, unos cuernos monumentales que se paseaban por todo el país a ritmo de furgón policial y golpes de telediario. Le pusieron un micrófono bajo la boca y ella soltó lo mismo que cualquier mujer humillada o que cualquier amante traicionado: “Yo no sabía nada”. Aguirre se vio atrapada en el mismo viacrucis que Mariano después de su ruptura con Bárcenas: tuvo que elegir entre pasar por tonta o pasar por lista. Decidió hacer lo que mejor sabe: pasar página.
Había compartido años de trabajo codo con codo junto a Frutos y había elegido a dedo unos cuantos alcaldes presuntos. No era muy buen currículum para una señora que presumía de un olfato infalible, una cazadora de talentos a la que no se le escapaba una. Es verdad: según el marcador oficial se le habían escapado todos. Para remediar el escándalo, Aguirre montó una especie de torneo medieval, un examen donde los candidatos debían probar su valía contestando a preguntas tan arriesgadas como “usted para qué se dedica a la política” y “no habrá venido aquí a robar, ¿verdad?”. A una de las elegidas la traicionó la ideología y en vez de responder con monosílabos, al estilo mariano, le dio por hacer literatura: “No soy un perro judío” dijo la buena mujer, como profetizando el inminente reconocimiento del estado palestino. A lo mejor se equivocó, a lo mejor quiso decir: “No soy un pepero jodío”. El torneo medieval degeneró rápidamente en chirigota en cuanto se supo que el examen de honradez de Aguirre no sólo estaba amañado sino que además lo dirigía un corrupto certificado. Una vez más tendrá que pasar página y hace ya mucho que se le acabó la novela.
Para muchos analistas, el final del idilio político de Aguirre sucedió mucho antes, simbolizado en esa loca evasión en la Gran Vía donde empezó por saltarse el código de circulación y acabó por saltarse un guardia. Es difícil saber el momento en que una historia de amor se desboca, pero cuando Madame Bovary se subió a una calesa sin frenos y con las cortinillas bajadas, Flaubert ya barruntaba que aquello ya sólo podía ir cuesta abajo.
Hace como ocho o nueve años viví en un bajo de la calle Jesús del Valle que compartía tabique con una de las alas del palacio de la presidenta. El tabique debía de tener los menos un metro y medio de espesor pero aun así una noche me despertó el estruendo de una fiesta veraniega que hacía retumbar la pared y por poco tira abajo la biblioteca. Al cabo de un buen rato de dar vueltas en la cama, me puse una camisa sobre el pantalón del pijama y salí a la calle por si hubiera suelto un terremoto y pudiera sacarle una entrevista. Parecía que sí, visto el trajín de gente que entraba y salía del portal de arriba y las luces de las dos patrullas de policía que montaban guardia. Era una fiesta, me explicó uno de ellos, una fiesta privada que había montado uno de los hijos de la presidenta. “No iba a ser pública” pensé, pero no me atreví a decirlo por si también me privatizaban. “Yo venía a protestar” dije sin mucha convicción, más que nada por el pijama. “Es que son las tres de la mañana y llevo dos horas sin pegar ojo”. “Proteste, proteste usted” respondió el policía, señalándome el suntuoso portal como si fuese un funcionario de información dando turno para las ventanillas. La entrada estaba abarrotada hasta los topes de minifaldas, zapatos de tacón, pantalones de mil euros y jerseys rosas a cuestas, como ositos abrazados en la pechera. En la puerta, abierta de par en par, me encontré cara a cara con uno de los hijos de la presidenta que escuchó mis protestas muy serio (tuve que gritárselas al oído aunque al final recurrí a la mímica), y al final me dijo que lo sentía mucho, que no podía hacer nada, pero que me invitaba a pasar y a beber y a disfrutar de la fiesta. Lo pensé durante unos segundos pero finalmente me disuadió el pijama. Fue sólo una noche de juerga, presidenta, pero ha durado un porrón de años.
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