JUAN CARLOS ESCUDIER
La mejor y, posiblemente, la única explicación de los miramientos que el PP ha tenido con Rita Barberá la dio ayer el portavoz del PSOE en el Senado, Óscar López: “El PP no estaría aguantando el coste de Barberá si no fuera por algo. Tienen miedo, ella no es cualquiera en el partido y sabe mucho. Hay miedo de que Rita se convierta en la cantaora”. Y es que por facultades, podría tocar todos los palos del flamenco, del martinete a la seguiriya y de la bulería a la taranta a poco que caliente la voz como acostumbra. Un recital de la exalcaldesa sería impagable.
La historia ha demostrado, sin embargo, que o el talento es fingido o tiende a ocultarse y a circunscribirse a espacios más íntimos como el de la ducha. Muy pocos se atreven a salir al escenario a cantar de plano y, como en el caso de Barberá, prefieren ocultarse tras los visillos. Son artistas que valen más por lo que callan y, muy posiblemente, la de Valencia haya puesto un precio altísimo a su silencio. Su caché lo merece. Sería una sorpresa que fuera a arrancarse en el último momento.
A las grandes se las mima y Rajoy, que debe de ser un entendido mas allá de la copla, se ha esmerado con su amiga, a la que ni siquiera ha sido preciso decirle que sea fuerte porque con uno solo de sus mandobles le hubiera descoyuntado las cuadernas. Barberá sufre porque su familia le ha dado la espalda y de entre sus más cercanos el que aún no ha transitado por los juzgados es porque tenía un esguince. De no ser por el presidente, a la exalcaldesa la hubieran abandonado hace tiempo a su suerte, como a un abuelo en una gasolinera de camino hacia la costa. Ahora, sin embargo, ha llegado el momento de la despedida y la señora esa de la que estamos hablando tiene que entenderlo.
En todo caso se trata de un riesgo porque Barberá -24 años de alcaldesa, 32 de diputada autonómica y de gustos caros cuando los pagan otros- sabe más de trapos sucios que cualquiera de las lavanderas de Goya. Librada del caso Noos y de la investigación de sus gastos suntuarios a costa del contribuyente, el Supremo está a punto de imputarla un posible delito de blanqueo de capitales en la financiación de su grupo municipal, del que por cierto sólo queda un edil, que debió de entender mal las instrucciones por eso de que iba de independiente o no tendría suelto.
Como se ha dicho aquí en alguna otra ocasión, es razonable pensar que el mecanismo usado por el partido en Valencia para blanquear el dinero negro de las supuestas mordidas con donaciones ficticias de sus dirigentes no se inventó a orillas del Turia, y hasta cabría suponerlo habitual en el conjunto de la organización, que en lo que a morder se refiere nunca conoció fronteras.
Una revelación semejante por parte de Barberá explicaría las atenciones de Rajoy, que cuando siente que la camisa no le llega al cuerpo se desvive por los que padecen la persecución de la Justicia. ¿Habrá donado el presidente dinero a su partido en alguna ocasión siendo la suya un alma tan generosa?
En plena campaña electoral en Galicia y Euskadi y pendiente de que el veleta de Rivera no le vaya a dejar tirado en otro intento de investidura, Rajoy ha hecho lo que estaba en su mano por su amigos, aunque ellos no lo valoren. A Soria le quiso poner un piso en Washington y a Barberá le abrió las puertas del Senado para que luciera sus peinados. No ha habido corrupto en el PP que no recibiera su aliento. Y todo ello a pesar de que este hombre providencial no sabía nada de la contabilidad del PP, ni de sus extesoreros, ni de sus mordidas, ni de los ordenadores de Barcenas -que ahora, por cierto, vuelve a ser fuerte-, ni del Sursum corda. Más no le puede pedir esa gente de la que estamos hablando.
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