ENRIC GONZÁLEZ
El Parlament de Cataluña se ha declarado ajeno a la Constitución. No ha proclamado la independencia catalana, sino su intención de acceder a ella en poco tiempo y constituir una república. El llamado procés entra en la fase de desconexión de las instituciones españolas, una fase escasamente definida pero muy congruente con el tono eufemístico que privilegia el movimiento independentista: el término desconexión sugiere una acción sencilla, técnica e inocua, es decir, justo lo contrario de lo que supondría una ruptura real. «Han desconectado de la legalidad y han desconectado de la realidad», dijo el primer secretario de los socialistas catalanes, Miquel Iceta.
La declaración de soberanía fue aprobada por 72 votos a favor (Junts pel Sí y
Candidatura d’Unitat Popular) y 63 en contra (el resto de los grupos parlamentarios). Con ese resultado, que no habría bastado legalmente para rectificar una simple coma del actual Estatuto de Autonomía, la Cámara inició una legislatura que se prevé breve y tormentosa.
Las dos formaciones independentistas han decidido que, para proclamar la independencia, no es necesaria una mayoría de los votos y que les vale con una mayoría de escaños, aunque ésta sea fruto de una ley electoral que privilegia el voto rural frente al urbano. En la práctica, y a juzgar por los resultados del pasado 27 de septiembre, la sociedad catalana está dividida por la mitad: unos dos millones votaron a las candidaturas independentistas, unos dos millones a las candidaturas unionistas.
Conviene comprender que la sesión de ayer tuvo un altísimo componente teatral. La Candidatura d’Unitat Popular disfrutó escenificando su recién adquirido poder, pese a contar con sólo diez diputados: sin ellos, que desbordan por la izquierda a cualquier otro grupo izquierdista europeo (están contra el capitalismo, contra la Unión Europea (UE), contra el euro, etcétera), el independentismo encalla. Su portavoz, Anna Gabriel, no ahorró gestos despectivos hacia el aún jefe de
Junts pel Sí, Artur Mas. Desde la bancada de Junts pel Sí no recibió aplauso alguno: el independentismo capitalista también quería marcar distancias respecto a sus compañeros de viaje revolucionarios.
Se necesitan pero no se quieren. Catalunya Sí que es Pot, la marca catalana de Podemos, hizo una enésima invocación, infructuosa, al referéndum, con la idea de desmarcarse de la izquierda independentista sin colocarse de forma inequívoca entre los unionistas.
El Partido Popular sacó banderas españolas, para intentar ganar puntos frente a Ciudadanos en su particular pugna por el grado máximo de españolidad. Cosas de campaña electoral.
En último extremo, todos los parlamentarios catalanes representaron su papel con un ojo puesto en el Tribunal Constitucional, ese que la Cámara dice no reconocer. Se sabía que el Constitucional iba a anular la desconexión en pocos días y que luego podría haber sanciones personales, o suspensión parcial de la autonomía, o algo. Ese algo se espera desde hace tiempo. Y tal vez sea la CUP, honestamente revolucionaria y decidida a aprovechar la ocasión que le ofrecen las circunstancias (en concreto la circunstancia de la fragilidad de Artur Mas), la única formación que no desea secretamente que sobrevenga ese algo. Si entre los unionistas hay ganas de que se frene el procés, en las bancadas independentistas se aceptaría de buena gana un poco de martirio patriótico. Poco, lo justo para salvar la cara. En algún caso, como el de Artur Mas, lo justo como para poder
afirmar que sus problemas con la Justicia se deben a su condición de héroe (frustrado) de la independencia, y no a su condición de recaudador del 3%.
Hay mucho de simulación en la crisis catalana. Buena parte de la población vive instalada en la creencia de que la independencia ya se ha conseguido y que faltan solamente algunos trámites formales.
Salvando las distancias, se trata de una reacción parecida a la de los primeros cristianos cuando comprobaron que no se producían ni la segunda venida de Cristo ni el juicio final: decidieron que el Reino de Dios había llegado ya al mundo.
Esos independentistas son ajenos a cualquier idea de sacrificio. Consideran que todo será fácil. Artur Mas insistió en ello durante la sesión parlamentaria. Según él, la futura República de Cataluña será un prodigio político, económico, social y cultural, y, además, sus ciudadanos serán los más longevos de Europa. Cosa que ya son, al igual que el resto de los españoles.
Después de aprobarse la resolución relativa a la desconexión, Mas fue a lo suyo. A implorar a la CUP que le aupara de nuevo a la Presidencia de la Generalitat. Para una legislatura breve, de 18 meses a lo sumo, y con un programa tan izquierdista (subsidios generosos, acogida libre de refugiados, sanidad universal con o sin papeles,fin de los recortes españoles) que suponía una enmienda a la totalidad de la obra de gobierno, si es que puede llamarse así, desarrollada hasta la fecha por el propio Mas.
Sobre la corrupción no dijo nada. Qué iba a decir. Los diez diputados de la CUP le escucharon con displicencia y no se molestaron en aplaudirle. Su veredicto posterior se resumió en una palabra: «Insuficiente ».
El Parlament de Cataluña se ha declarado ajeno a la Constitución. No ha proclamado la independencia catalana, sino su intención de acceder a ella en poco tiempo y constituir una república. El llamado procés entra en la fase de desconexión de las instituciones españolas, una fase escasamente definida pero muy congruente con el tono eufemístico que privilegia el movimiento independentista: el término desconexión sugiere una acción sencilla, técnica e inocua, es decir, justo lo contrario de lo que supondría una ruptura real. «Han desconectado de la legalidad y han desconectado de la realidad», dijo el primer secretario de los socialistas catalanes, Miquel Iceta.
La declaración de soberanía fue aprobada por 72 votos a favor (Junts pel Sí y
Candidatura d’Unitat Popular) y 63 en contra (el resto de los grupos parlamentarios). Con ese resultado, que no habría bastado legalmente para rectificar una simple coma del actual Estatuto de Autonomía, la Cámara inició una legislatura que se prevé breve y tormentosa.
Las dos formaciones independentistas han decidido que, para proclamar la independencia, no es necesaria una mayoría de los votos y que les vale con una mayoría de escaños, aunque ésta sea fruto de una ley electoral que privilegia el voto rural frente al urbano. En la práctica, y a juzgar por los resultados del pasado 27 de septiembre, la sociedad catalana está dividida por la mitad: unos dos millones votaron a las candidaturas independentistas, unos dos millones a las candidaturas unionistas.
Conviene comprender que la sesión de ayer tuvo un altísimo componente teatral. La Candidatura d’Unitat Popular disfrutó escenificando su recién adquirido poder, pese a contar con sólo diez diputados: sin ellos, que desbordan por la izquierda a cualquier otro grupo izquierdista europeo (están contra el capitalismo, contra la Unión Europea (UE), contra el euro, etcétera), el independentismo encalla. Su portavoz, Anna Gabriel, no ahorró gestos despectivos hacia el aún jefe de
Junts pel Sí, Artur Mas. Desde la bancada de Junts pel Sí no recibió aplauso alguno: el independentismo capitalista también quería marcar distancias respecto a sus compañeros de viaje revolucionarios.
Se necesitan pero no se quieren. Catalunya Sí que es Pot, la marca catalana de Podemos, hizo una enésima invocación, infructuosa, al referéndum, con la idea de desmarcarse de la izquierda independentista sin colocarse de forma inequívoca entre los unionistas.
El Partido Popular sacó banderas españolas, para intentar ganar puntos frente a Ciudadanos en su particular pugna por el grado máximo de españolidad. Cosas de campaña electoral.
En último extremo, todos los parlamentarios catalanes representaron su papel con un ojo puesto en el Tribunal Constitucional, ese que la Cámara dice no reconocer. Se sabía que el Constitucional iba a anular la desconexión en pocos días y que luego podría haber sanciones personales, o suspensión parcial de la autonomía, o algo. Ese algo se espera desde hace tiempo. Y tal vez sea la CUP, honestamente revolucionaria y decidida a aprovechar la ocasión que le ofrecen las circunstancias (en concreto la circunstancia de la fragilidad de Artur Mas), la única formación que no desea secretamente que sobrevenga ese algo. Si entre los unionistas hay ganas de que se frene el procés, en las bancadas independentistas se aceptaría de buena gana un poco de martirio patriótico. Poco, lo justo para salvar la cara. En algún caso, como el de Artur Mas, lo justo como para poder
afirmar que sus problemas con la Justicia se deben a su condición de héroe (frustrado) de la independencia, y no a su condición de recaudador del 3%.
Hay mucho de simulación en la crisis catalana. Buena parte de la población vive instalada en la creencia de que la independencia ya se ha conseguido y que faltan solamente algunos trámites formales.
Salvando las distancias, se trata de una reacción parecida a la de los primeros cristianos cuando comprobaron que no se producían ni la segunda venida de Cristo ni el juicio final: decidieron que el Reino de Dios había llegado ya al mundo.
Esos independentistas son ajenos a cualquier idea de sacrificio. Consideran que todo será fácil. Artur Mas insistió en ello durante la sesión parlamentaria. Según él, la futura República de Cataluña será un prodigio político, económico, social y cultural, y, además, sus ciudadanos serán los más longevos de Europa. Cosa que ya son, al igual que el resto de los españoles.
Después de aprobarse la resolución relativa a la desconexión, Mas fue a lo suyo. A implorar a la CUP que le aupara de nuevo a la Presidencia de la Generalitat. Para una legislatura breve, de 18 meses a lo sumo, y con un programa tan izquierdista (subsidios generosos, acogida libre de refugiados, sanidad universal con o sin papeles,fin de los recortes españoles) que suponía una enmienda a la totalidad de la obra de gobierno, si es que puede llamarse así, desarrollada hasta la fecha por el propio Mas.
Sobre la corrupción no dijo nada. Qué iba a decir. Los diez diputados de la CUP le escucharon con displicencia y no se molestaron en aplaudirle. Su veredicto posterior se resumió en una palabra: «Insuficiente ».
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