David Torres
Francisco Camps estuvo ilocalizable todo el fin de semana y durante unos instantes desfilaron por nuestra imaginación las peores posibilidades. Que lo hubiera secuestrado una banda de modistos para usarlo de maniquí o, peor todavía, que se hubiera caído al interior de uno de sus trajes (se sospecha que algunos trajes de Camps no tienen mangas, sino agujeros negros que conectan con dimensiones desconocidas). El juez Castro llamaba y llamaba, la radio dio la noticia de su evaporación, luego la tele, internet y por último también los periódicos de papel. Al final, cuando los expertos ya estaban sacando a los perros policía para que olfatearan el rastro, de repente Camps apareció el domingo por la noche y explicó que se había pasado el fin de semana en casa.
Es extraño, pero puede pasar. Es perfectamente posible que el juez Castro fallara trece veces seguidas al intentar marcar el número de móvil que Camps había dado en el juzgado. Sin ir más lejos, hace nada, trece notarios se equivocaron con el mismo DNI, y eso que el DNI de la infanta Cristina tiene sólo dos cifras y un teléfono nueve. Los que cursamos carreras de letras padecemos este handicap: yo mismo he tenido que contar con los dedos para comprobar de cuántos números está hecho un móvil. Una vez mi profesor de matemáticas tuvo que sacarme a la pizarra para explicarme que el seis seguía siendo un número entero aunque le faltara un trocito del flequillo.
También entra dentro de los parámetros normales que Camps, durante cerca de cuarenta y ocho horas, no encendiera la radio ni la tele, ni leyese un periódico, ni abriese la pantalla de ordenador para consultar una noticia cualquiera y se tropezara con su nombre. Lo que ya es más raro es que tampoco le dijesen nada sus familiares ni que le avisara un vecino o que le llamase algún amigo por teléfono para darle un toque. Tal vez Camps estaba haciendo meditación trascendental sentado en la postura del loto, o completamente absorbido en la lectura de un libro, o se había aislado para escribir uno colgando en la puerta de su despacho un cartelito de “No molestar”. Quién sabe. A lo mejor la familia se fue de excursión todo el fin de semana y se olvidaron a Camps igual que la familia olvidó al niño de Solo en casa.
El eclipse de Camps va a quedar como un misterio más de la parapsicología popular, junto con los trajes de Camps, los millones de Bárcenas, los discos duros de Bárcenas, y los mensajes de móvil de Mariano. Camps asegura que estuvo todo el fin de semana en su casa haciendo vida normal y lo dice con la misma tranquilidad de aquellos pilotos de Encuentros en la tercera fase que descendían de la pasarela Cibeles medio siglo después de haberse perdido en el Triángulo de las Bermudas. En España el Triángulo de las Bermudas pilla entre Valencia, Génova y las caras de Bélmez.
Francisco Camps estuvo ilocalizable todo el fin de semana y durante unos instantes desfilaron por nuestra imaginación las peores posibilidades. Que lo hubiera secuestrado una banda de modistos para usarlo de maniquí o, peor todavía, que se hubiera caído al interior de uno de sus trajes (se sospecha que algunos trajes de Camps no tienen mangas, sino agujeros negros que conectan con dimensiones desconocidas). El juez Castro llamaba y llamaba, la radio dio la noticia de su evaporación, luego la tele, internet y por último también los periódicos de papel. Al final, cuando los expertos ya estaban sacando a los perros policía para que olfatearan el rastro, de repente Camps apareció el domingo por la noche y explicó que se había pasado el fin de semana en casa.
Es extraño, pero puede pasar. Es perfectamente posible que el juez Castro fallara trece veces seguidas al intentar marcar el número de móvil que Camps había dado en el juzgado. Sin ir más lejos, hace nada, trece notarios se equivocaron con el mismo DNI, y eso que el DNI de la infanta Cristina tiene sólo dos cifras y un teléfono nueve. Los que cursamos carreras de letras padecemos este handicap: yo mismo he tenido que contar con los dedos para comprobar de cuántos números está hecho un móvil. Una vez mi profesor de matemáticas tuvo que sacarme a la pizarra para explicarme que el seis seguía siendo un número entero aunque le faltara un trocito del flequillo.
También entra dentro de los parámetros normales que Camps, durante cerca de cuarenta y ocho horas, no encendiera la radio ni la tele, ni leyese un periódico, ni abriese la pantalla de ordenador para consultar una noticia cualquiera y se tropezara con su nombre. Lo que ya es más raro es que tampoco le dijesen nada sus familiares ni que le avisara un vecino o que le llamase algún amigo por teléfono para darle un toque. Tal vez Camps estaba haciendo meditación trascendental sentado en la postura del loto, o completamente absorbido en la lectura de un libro, o se había aislado para escribir uno colgando en la puerta de su despacho un cartelito de “No molestar”. Quién sabe. A lo mejor la familia se fue de excursión todo el fin de semana y se olvidaron a Camps igual que la familia olvidó al niño de Solo en casa.
El eclipse de Camps va a quedar como un misterio más de la parapsicología popular, junto con los trajes de Camps, los millones de Bárcenas, los discos duros de Bárcenas, y los mensajes de móvil de Mariano. Camps asegura que estuvo todo el fin de semana en su casa haciendo vida normal y lo dice con la misma tranquilidad de aquellos pilotos de Encuentros en la tercera fase que descendían de la pasarela Cibeles medio siglo después de haberse perdido en el Triángulo de las Bermudas. En España el Triángulo de las Bermudas pilla entre Valencia, Génova y las caras de Bélmez.
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