David Torres
Estos últimos días no se ha visto gran cosa entre la barba de Mariano y el bigote de Álvaro Pérez. Tal vez por eso ha pasado desapercibida la sentencia en que el titular del Juzgado de lo Penal 5 de Granada, Miguel Ángel Torres, ha absuelto de un delito de injurias y calumnias a la diputada provincial y portavoz del PP en Motril, Luisa García Chamorro. Lo novedoso de la sentencia no es que el juez haya establecido que la acusada no mintiera cuando acusó al socialista Hernández Pérez de diversos gastos ilícitos cargados a una tarjeta con fondos públicos. No, la novedad radica en que el magistrado no ve delito alguno en que un político mienta e incluso en que atente gravemente contra el honor de otro político.
Con un fraseo que parece sacado de una parodia de José Mota el juez advierte: “La mentira o la falta de escrúpulos para un político no es delito, pues si todos los políticos que mintieran fueran condenados penalmente, la lista de personas con antecedentes penales sería interminable”. Así es. Casi tan interminable como la lista de acusados del PP en las muchas tramas de corrupción que hoy infestan el panorama jurídico. No hay que multiplicar los imputados sin necesidad y menos con los tiempos que corren. Al juez sólo le ha faltado añadir que, para un político, decir la verdad se considerará competencia desleal. Eso sí que es un fallo judicial y lo demás, bulerías.
Sin embargo, la sentencia llega tarde, como siempre. O, mejor dicho, llega para corroborar un comportamiento que nuestros padres consideraban feo pero que ahora es el pan nuestro de cada día. Ya sabíamos que se puede mentir con descaro, en directo y en diferido, e incluso decir la verdad en forma de simulación, y los embustes no sólo no pasarán factura al implicado sino que redundarán en su beneficio. Hay un sector del electorado al que le encanta el pitorreo y al que tampoco le importa mucho que se cachondeen en su cara siempre y cuando disfruten un buen rato, como si se creyeran que están ante una secuela de aquella vieja comedia, Los tramposos, en que Tony Leblanc hacía un poco el tonto y se llevaba un fajo de billetes.
En uno cualquiera de los discursos de estos días, Mariano se atrevió a bromear sobre los mensajes que intercambió con un delincuente diciendo que ahora maneja el teléfono con mucha más soltura que en aquel tiempo en que le daba instrucciones y ánimos a Bárcenas. Para partirse el esternón de risa. Su estrategia para sobrevivir a esa infamia -que hubiera significado el descrédito para cualquier otro político en un país civilizado- fue el don tancredismo llevado a su último extremo: permanecer quieto, muy quieto, como si la cosa no fuese con él, hasta que las aguas se calman y a otra cosa mariposa. Es la misma maniobra del avestruz que ha utilizado durante once meses de hibernación en que se ha limitado a no hacer nada y después a pasarlo a limpio. Son sus adversarios quienes se han preocupado de trabajar para él, aupándolo desde la derecha y desde la izquierda para concedernos otra secuela del timo de la estampita. En algo lleva razón Mariano: la cosa no va con él; va con nosotros.
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