dissabte, 23 de febrer del 2013

Fin de la Monarquía juancarlista

Si viviéramos en épocas de monarquías absolutas, al imputado Torres, a una docena al menos de periodistas y probablemente al juez Castro les cortarían la cabeza. Si viviéramos en épocas de monarquías más templadas, como las habidas en España antes de la actual, el asunto Urdangarin se taparía y el silencio y el olvido serían la sentencia. En la presente monarquía parlamentaria, de poderes ejecutivos sumamente recortados, el asunto debería, deberá, causar la renuncia inevitable del rey Juan Carlos de Borbón. Por mal que funcione le democracia, por mucho que la despreciemos, no cabe otra salida. No existe fuerza suficiente que lo impida. Ni el poder judicial dejará de actuar con corrección legal, ni aceptará imposiciones superiores. El malestar de la sociedad será unánime, y el Parlamento se tendrá que avenir, sin que por ello sea necesario ni cambiar de régimen ni violentar la Constitución. El Rey debe dar ejemplo y marcharse, abriendo camino al desarrollo limpio de toda actividad política. La dignidad de los españoles lo exige. La esperanza de que al fin vivamos en un país habitable. Es, sería, será, el principio del fin del espanto que somos. El Rey no puede enrocarse: ya no tiene peones que lo defiendan.
Porque ¿qué es la Casa del Rey?, ¿son todos sus miembros, excepto el titular y su Familia?, ¿no existe culpa alguna in eligendo e in vigilando ante actuaciones irregulares o delictivas de un integrante de la Familia?, ¿o un yerno no lo es?, ¿o de dos si imputan a una hija?, ¿basta con desahuciar al aparato burocrático?, ¿quedan a salvo el crédito y el prestigio de la Familia?, ¿qué piensan de ello los españoles?, ¿puede continuar la Corona en tales manos con tamaño rechazo y sospechas?, ¿no queda tocada de muerte la Institución?, ¿no permanecerá viciada la sucesión en herida abierta ya para siempre?, ¿queda afectada España?, ¿queda afectada la democracia?, ¿puede un rey causar en impunidad tanto malestar a un pueblo?

Arturo González