Las
encuestas no dejan lugar a dudas. Los ciudadanos son conscientes de que
la corrupción es un problema gravísimo, casi atávico, de la política
española. Llegan incluso a exagerarla con generalizaciones del tipo
“todos los políticos son unos corruptos” que, obviamente, son falsas.
Pero lo más curioso, si uno lee atentamente los sondeos de opinión que
publican los periódicos, es que el castigo electoral a los partidos en
los que se producen más casos de corrupción no se corresponde con la
indignación que muestra la sociedad ante ese tipo de actitudes inmorales
e ilegales. Incluso hoy, con el que probablemente sea el mayor caso de
corrupción de la democracia que afecta a la práctica totalidad de la
cúpula del partido en el gobierno, los españoles seguirían votando
mayoritariamente al PP. La merma de apoyo electoral es importante, de
eso no hay duda, pero no todo lo que se podría esperar de una sociedad
que realmente detestase la corrupción.
En
ocasiones los ciudadanos tendemos a culpar con demasiada facilidad al
otro de nuestras propias miserias. Nos descargamos de una
responsabilidad que, al menos en parte, nos pertenece. Parece evidente
que urge un movimiento de regeneración democrática que transforme el qué
y el cómo de los partidos políticos y que introduzca en la práctica de
los representantes públicos criterios de ética y de honradez. Resulta
insoportable la actitud de los partidos, especialmente de los dos
principales, en lo que concierne a la corrupción y a la sensibilidad
ante los problemas que más afectan a los ciudadanos. Pero difícilmente
se puede conseguir tal objetivo si los cambios que le exigimos a la
clase política no se producen también en la propia sociedad.
No
se trata solo de desterrar de una vez por todas esa tendencia hispana
hacia la picaresca que se traduce en la sempiterna pregunta “¿con IVA o
sin IVA?”. Con ser importante, no es lo fundamental. Se trata también, y
sobre todo, de castigar a quien utiliza la política como un medio que
responde a un fin exclusivamente privado. Lo ocurrido en los últimos
años en Valencia o en algunas zonas de Galicia, donde la corrupción y el
caciquismo estaban a la orden del día y eran actitudes conocidas por
cualquiera con un mínimo de información, no es solo culpa de los
políticos de esos territorios. La sociedad no ha querido castigar en las
urnas unas prácticas corruptas que, al menos durante un tiempo, fueron
sinónimo de éxito. Y restar responsabilidad a los ciudadanos no ayuda a
construir una sociedad mejor.
Algo
similar a lo que está ocurriendo hoy en España sucedió en los noventa
en Italia. El proceso Manos Limpias se llevó por delante a una clase
política trufada de corruptos e hizo desaparecer a los dos partidos
hegemónicos de la Italia de la postguerra: la Democracia Cristiana y el
Partido Socialista de Italia. Pero lejos de la esperada regeneración
democrática, a lo que asistieron los italianos fue al advenimiento del
berlusconismo político. Berlusconi era sinónimo de éxito empresarial y
los italianos le confiaron el destino de su país como si se tratara de
una más de sus empresas. Dos eran los razonamientos de sus votantes: o
bien se consideraba que un multimillonario no tenía la necesidad de ser
corrupto o se admitía la corrupción como un efecto secundario sin
importancia de la medicina del éxito económico.
¿Puede
ocurrir en España lo mismo que en Italia? No necesariamente. Nuestra
historia y nuestra cultura política (si es que algo de eso hay en
España) tienen poco que ver con las de la Italia de los noventa. Pero no
está de más prevenirse ante esos males. Y para ello, además de
exigirles a los políticos que sean honrados, es necesario poner en valor
un concepto que, como todos los conceptos importantes, viene del mundo
griego: la virtud ciudadana. Virtud es no votar a quien no tiene una
ética intachable. Virtud es preocuparse más por lo público –la sociedad-
que por lo privado –el individuo-, y obrar en conciencia. Virtud es
informarse de lo que sucede en las instituciones para poder escoger a
quienes nos deben gobernar y expulsar a quienes nos gobiernan mal. Al
fin y al cabo en democracia somos los ciudadanos los que les damos auctoritas
a los políticos; los que les concedemos la legitimidad necesaria para
organizar la convivencia. Y del mismo modo somos nosotros quienes
podemos retirarles esa legitimidad en las urnas. No vale responsabilizar
solo a los políticos de lo que, al menos en parte, es culpa nuestra.
Ojalá los casos de corrupción a los que estamos asistiendo en los
últimos tiempos sirvan al menos para crear ciudadanos más responsables
que impidan que lo que está sucediendo en España vuelva a ocurrir.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada