David Torres.
El golf es un deporte, aunque en manos de los Aznar parezca otra cosa. Un deporte que consiste en golpear una pelotica con un palito y meter a continuación la pelotica por un agujerico en el suelo. Dicho así, parece muy sencillo pero es la hostia de difícil. La familia Aznar necesitó tropecientas clases para irse acostumbrando a sus misterios, clases que costaron once mil euros a cargo del Ayuntamiento de Madrid, háganse una idea. Eso sí, Jose Mari aprendió a meterla doblada.
Podría parecer que a Jose Mari y a Ana Botella les hubiera venido mejor un cursillo de inglés, pero el golf es mucho más importante que el inglés en las relaciones internacionales. Pateando el campo de golf se forjan amistades, se proyectan negocios, se dan abrazos, se hacen chistes, se abren los pulmones, se comparte una enorme cantidad de aire limpio y césped inmaculado sin ese molesto olor a bosta de vaca que suele emanar de la naturaleza en estado puro. Un campo de golf es una marca de civilización, una hembra sinuosa, fragante y verde sobre la que varios machos ejercen su derecho de pernada.
Todo líder mundial que se precie debe presumir de un buen hándicap, ya sea Bush Jr., que cambió la botella (con minúscula) por el palo de golf, ya sea Tony Soprano, que aprovechaba para bajar barriga marcándose unos hoyos con su tío Junior. Una de las primeras cosas que hicieron Fidel Castro y el Che Guevara después de tomar La Habana fue jugar al golf, un duelo histórico documentado en unas fotos soberbias y que horrorizarían a Aznar hasta el punto de que, si se las enseñan, lo mismo quema los palos.
En sus declaraciones, Ana Botella se ha hecho un pequeño lío, no sabemos si gramatical o metafísico. Dice que van a pagar las facturas porque “hubo un desembolso en el Club de Campo en el que alguien utilizó nuestros nombres”. Es curioso, creíamos que era Jose Mari quien había utilizado el palo de golf, pero ahora resulta que era alguien quien utilizaba a Jose Mari, quizá para ir practicando. También dice que las clases se aceptaron como “un detalle de protocolo o de cortesía que en ningún caso se corresponden con la realidad de las facturas”. En esto las facturas se parecen cada vez más a la alcaldesa, alguien que cada vez difiere más del candidato al que realmente votaron. Pero Gallardón era más de jugar al golf a lo grande, por eso gruyereó todo Madrid de socavones.
Al final, para redondear el triunvirato, apareció Álvarez del Manzano y le murmuró a la alcaldesa que le echara la culpa a él, que para eso estaba. La galantería recuerda un poco a aquella anécdota probablemente apócrifa de Cela, según la cual un día soltó un cuesco sísmico en público, de esos que se miden en la escala de Richter, y una señora lo miró entre espantada y atónita. “No se preocupe, señora”, la tranquilizó don Camilo. “Vamos a decir que he sido yo”.
El golf es un deporte, aunque en manos de los Aznar parezca otra cosa. Un deporte que consiste en golpear una pelotica con un palito y meter a continuación la pelotica por un agujerico en el suelo. Dicho así, parece muy sencillo pero es la hostia de difícil. La familia Aznar necesitó tropecientas clases para irse acostumbrando a sus misterios, clases que costaron once mil euros a cargo del Ayuntamiento de Madrid, háganse una idea. Eso sí, Jose Mari aprendió a meterla doblada.
Podría parecer que a Jose Mari y a Ana Botella les hubiera venido mejor un cursillo de inglés, pero el golf es mucho más importante que el inglés en las relaciones internacionales. Pateando el campo de golf se forjan amistades, se proyectan negocios, se dan abrazos, se hacen chistes, se abren los pulmones, se comparte una enorme cantidad de aire limpio y césped inmaculado sin ese molesto olor a bosta de vaca que suele emanar de la naturaleza en estado puro. Un campo de golf es una marca de civilización, una hembra sinuosa, fragante y verde sobre la que varios machos ejercen su derecho de pernada.
Todo líder mundial que se precie debe presumir de un buen hándicap, ya sea Bush Jr., que cambió la botella (con minúscula) por el palo de golf, ya sea Tony Soprano, que aprovechaba para bajar barriga marcándose unos hoyos con su tío Junior. Una de las primeras cosas que hicieron Fidel Castro y el Che Guevara después de tomar La Habana fue jugar al golf, un duelo histórico documentado en unas fotos soberbias y que horrorizarían a Aznar hasta el punto de que, si se las enseñan, lo mismo quema los palos.
En sus declaraciones, Ana Botella se ha hecho un pequeño lío, no sabemos si gramatical o metafísico. Dice que van a pagar las facturas porque “hubo un desembolso en el Club de Campo en el que alguien utilizó nuestros nombres”. Es curioso, creíamos que era Jose Mari quien había utilizado el palo de golf, pero ahora resulta que era alguien quien utilizaba a Jose Mari, quizá para ir practicando. También dice que las clases se aceptaron como “un detalle de protocolo o de cortesía que en ningún caso se corresponden con la realidad de las facturas”. En esto las facturas se parecen cada vez más a la alcaldesa, alguien que cada vez difiere más del candidato al que realmente votaron. Pero Gallardón era más de jugar al golf a lo grande, por eso gruyereó todo Madrid de socavones.
Al final, para redondear el triunvirato, apareció Álvarez del Manzano y le murmuró a la alcaldesa que le echara la culpa a él, que para eso estaba. La galantería recuerda un poco a aquella anécdota probablemente apócrifa de Cela, según la cual un día soltó un cuesco sísmico en público, de esos que se miden en la escala de Richter, y una señora lo miró entre espantada y atónita. “No se preocupe, señora”, la tranquilizó don Camilo. “Vamos a decir que he sido yo”.
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