Juan Carlos Escudier
Digamos que es una premonición, pero no parece probable que el escándalo de UGT vaya a resolverse con la dimisión del secretario general de Andalucía, una cabeza de turco más bien pequeña, jibarizada, buena para un llavero pero inservible para una asunción creíble de responsabilidades. La renuncia de Francisco Fernández hay que entenderla como un simple cortafuegos, un sacrificio ritual para enmascarar que el fraude de las facturas con las que se cargaban a la Junta de Andalucía pagos internos del sindicato no era un hecho aislado sino la práctica habitual, el modo de vida de toda la organización.
No hace falta ser muy listo para entender por qué UGT y, muy posiblemente otros sindicatos, necesitan usar cerca del 20% de lo destinado a cursos de formación en sus gastos generales. El motivo es obvio: están tiesos. Y lo están porque sus recursos son muy inferiores a lo que necesitan para mantener unas estructuras mastodónticas que se diseñaron sobre el papel que, como es sabido, lo aguanta todo. El adelgazamiento al que ellos mismos se han sometido ha sido insuficiente y el problema se ha visto agravado con la brutal reducción de subvenciones públicas y la sangría de afiliación que han padecido en los últimos tiempos.
En esta coyuntura las ayudas a la formación han sido un salvavidas, aunque es conveniente establecer algunas matizaciones. Es cierto que se ha producido un uso indebido de los fondos públicos, como lo es que ello no ha redundado en un sobrecoste para el contribuyente. La explicación también es obvia: los sindicatos son capaces de realizar los cursos a un precio notablemente inferior al de cualquier operador privado gracias a la infraestructura de la que disponen.
Lo normal habría sido negociar un porcentaje para el sindicato que ofrece los cursos pero por causas sólo atribuibles a la estulticia se aceptó que los acuerdos fueran directos y a libros abiertos, lo que implicaba que hasta el último céntimo de lo percibido debía destinarse a formación. Se daba así carta blanca a la trapacería, limitada en un primer momento a la constitución de empresas ad hoc controladas por los sindicatos para obtener algún beneficio de su actividad y, finalmente, a la emisión de facturas falsas con las que atender otros pagos como se ha comprobado en UGT-Andalucía.
La tempestad que hoy se recoge es la consecuencia de los vientos sembrados durante décadas, desde la propia concepción del papel de los sindicatos al principio de la etapa democrática. En palabras de un exdirigente de la UGT, “la libertad sindical se concibió como una simple adhesión ideológica” lo que ha elevado a los afiliados a la categoría de “héroes” ya que de su pertenencia no obtienen ningún beneficio adicional respecto al resto de los trabajadores.
Dicho de otra forma, de un convenio negociado por las centrales sindicales se benefician todos los trabajadores de la empresa estén o no afiliados, y aun en los pocos convenios de eficacia limitada de los que se tiene constancia cualquiera podía adherirse al mismo de manera individual sin que la afiliación al sindicato firmante fuera un requisito. Lo mismo sucede, claro está, con pactos de mayor dimensión como los acuerdos interconfederales o los pactos de concertación con empresarios y Gobierno.
Ésta es sin ningún género de duda la razón de la bajísima tasa de afiliación que se registra en España y lo que ha condicionado que la supervivencia sin subvenciones sea casi un imposible metafísico. La propia UGT en tiempos de Nicolás Redondo trató de encontrar una salida a ese callejón. La idea era transformar la organización en un sindicato de servicios, de manera que el hecho de estar afiliado tuviera sentido y fuera rentable para el que paga la cuota. Con esa idea se puso en marcha la cooperativa de viviendas PSV, cuya calamitosa gestión se llevó por delante el proyecto, el prestigio del sindicato –que absurdamente sólo controlaba el 49% de la gestora- y buena parte de sus fondos presentes y futuros.
Para aspirar a la independencia económica y a conjurar la tentación de desviar dinero público a otros menesteres, ya sean bolsos o nóminas, es imprescindible una afiliación suficiente de entre tres y cuatro millones de cotizantes, algo que actualmente no está ni en las previsiones ni en los sueños de ninguna de las dos grandes centrales. Lo lógico sería caminar apresuradamente hacia una fusión orgánica porque si el mantenimiento de dos marcas –UGT y CCOO- tuvo alguna vez sentido, ahora mismo es un disparate. Pero claro, ello obligaría a devolver al mercado laboral a la mitad de los dirigentes sindicales existentes y eso es algo que no causa furor entre los afectados, precisamente.
Por si fuera poco, el movimiento sindical ha caído en un estado vegetativo en el que es difícil apreciar constante vital alguna. La globalización ha cambiado al mundo pero las centrales siguen practicando la misma estrategia que a principios del siglo pasado, con cuadros voluntariosos pero escasamente formados, siempre a la defensiva y resignados a esquivar el último golpe para minimizar daños. Puede que la campaña contra sus liberados haya sido desmedida e injusta, aunque alguna vez tendrán que reconocer que buena parte de ellos aprecian la comodidad de estar sentados en las grandes empresas porque lo de recorrer los polígonos industriales captando afiliados y denunciando abusos es muy cansado.
Volviendo a la cabeza de Francisco Fernández, no dejaría de ser legítimo que el afectado llegara a pensar que se le hace pagar por platos que han roto él y otros muchos más. Es imposible pretender que la crisis, que será mayor cuando se conozcan los detalles de la investigación judicial del caso de los ERE y se compruebe –aquí sí- el enriquecimiento personal de algunos sindicalistas, se cierre con un tributo tan pequeño. Tan necesario como la existencia misma de UGT es que Cándido Méndez ofrezca a los afiliados y al conjunto de la sociedad una explicación seria y casi con toda seguridad otra renuncia: la suya.
Digamos que es una premonición, pero no parece probable que el escándalo de UGT vaya a resolverse con la dimisión del secretario general de Andalucía, una cabeza de turco más bien pequeña, jibarizada, buena para un llavero pero inservible para una asunción creíble de responsabilidades. La renuncia de Francisco Fernández hay que entenderla como un simple cortafuegos, un sacrificio ritual para enmascarar que el fraude de las facturas con las que se cargaban a la Junta de Andalucía pagos internos del sindicato no era un hecho aislado sino la práctica habitual, el modo de vida de toda la organización.
No hace falta ser muy listo para entender por qué UGT y, muy posiblemente otros sindicatos, necesitan usar cerca del 20% de lo destinado a cursos de formación en sus gastos generales. El motivo es obvio: están tiesos. Y lo están porque sus recursos son muy inferiores a lo que necesitan para mantener unas estructuras mastodónticas que se diseñaron sobre el papel que, como es sabido, lo aguanta todo. El adelgazamiento al que ellos mismos se han sometido ha sido insuficiente y el problema se ha visto agravado con la brutal reducción de subvenciones públicas y la sangría de afiliación que han padecido en los últimos tiempos.
En esta coyuntura las ayudas a la formación han sido un salvavidas, aunque es conveniente establecer algunas matizaciones. Es cierto que se ha producido un uso indebido de los fondos públicos, como lo es que ello no ha redundado en un sobrecoste para el contribuyente. La explicación también es obvia: los sindicatos son capaces de realizar los cursos a un precio notablemente inferior al de cualquier operador privado gracias a la infraestructura de la que disponen.
Lo normal habría sido negociar un porcentaje para el sindicato que ofrece los cursos pero por causas sólo atribuibles a la estulticia se aceptó que los acuerdos fueran directos y a libros abiertos, lo que implicaba que hasta el último céntimo de lo percibido debía destinarse a formación. Se daba así carta blanca a la trapacería, limitada en un primer momento a la constitución de empresas ad hoc controladas por los sindicatos para obtener algún beneficio de su actividad y, finalmente, a la emisión de facturas falsas con las que atender otros pagos como se ha comprobado en UGT-Andalucía.
La tempestad que hoy se recoge es la consecuencia de los vientos sembrados durante décadas, desde la propia concepción del papel de los sindicatos al principio de la etapa democrática. En palabras de un exdirigente de la UGT, “la libertad sindical se concibió como una simple adhesión ideológica” lo que ha elevado a los afiliados a la categoría de “héroes” ya que de su pertenencia no obtienen ningún beneficio adicional respecto al resto de los trabajadores.
Dicho de otra forma, de un convenio negociado por las centrales sindicales se benefician todos los trabajadores de la empresa estén o no afiliados, y aun en los pocos convenios de eficacia limitada de los que se tiene constancia cualquiera podía adherirse al mismo de manera individual sin que la afiliación al sindicato firmante fuera un requisito. Lo mismo sucede, claro está, con pactos de mayor dimensión como los acuerdos interconfederales o los pactos de concertación con empresarios y Gobierno.
Ésta es sin ningún género de duda la razón de la bajísima tasa de afiliación que se registra en España y lo que ha condicionado que la supervivencia sin subvenciones sea casi un imposible metafísico. La propia UGT en tiempos de Nicolás Redondo trató de encontrar una salida a ese callejón. La idea era transformar la organización en un sindicato de servicios, de manera que el hecho de estar afiliado tuviera sentido y fuera rentable para el que paga la cuota. Con esa idea se puso en marcha la cooperativa de viviendas PSV, cuya calamitosa gestión se llevó por delante el proyecto, el prestigio del sindicato –que absurdamente sólo controlaba el 49% de la gestora- y buena parte de sus fondos presentes y futuros.
Para aspirar a la independencia económica y a conjurar la tentación de desviar dinero público a otros menesteres, ya sean bolsos o nóminas, es imprescindible una afiliación suficiente de entre tres y cuatro millones de cotizantes, algo que actualmente no está ni en las previsiones ni en los sueños de ninguna de las dos grandes centrales. Lo lógico sería caminar apresuradamente hacia una fusión orgánica porque si el mantenimiento de dos marcas –UGT y CCOO- tuvo alguna vez sentido, ahora mismo es un disparate. Pero claro, ello obligaría a devolver al mercado laboral a la mitad de los dirigentes sindicales existentes y eso es algo que no causa furor entre los afectados, precisamente.
Por si fuera poco, el movimiento sindical ha caído en un estado vegetativo en el que es difícil apreciar constante vital alguna. La globalización ha cambiado al mundo pero las centrales siguen practicando la misma estrategia que a principios del siglo pasado, con cuadros voluntariosos pero escasamente formados, siempre a la defensiva y resignados a esquivar el último golpe para minimizar daños. Puede que la campaña contra sus liberados haya sido desmedida e injusta, aunque alguna vez tendrán que reconocer que buena parte de ellos aprecian la comodidad de estar sentados en las grandes empresas porque lo de recorrer los polígonos industriales captando afiliados y denunciando abusos es muy cansado.
Volviendo a la cabeza de Francisco Fernández, no dejaría de ser legítimo que el afectado llegara a pensar que se le hace pagar por platos que han roto él y otros muchos más. Es imposible pretender que la crisis, que será mayor cuando se conozcan los detalles de la investigación judicial del caso de los ERE y se compruebe –aquí sí- el enriquecimiento personal de algunos sindicalistas, se cierre con un tributo tan pequeño. Tan necesario como la existencia misma de UGT es que Cándido Méndez ofrezca a los afiliados y al conjunto de la sociedad una explicación seria y casi con toda seguridad otra renuncia: la suya.
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