Las huelgas tienen más años que Matusalén; literalmente. La primera de la que se tiene constancia históricamente data del reinado de Ramses III, y tuvo lugar casualmente el 14 de noviembre de 1152 A.C, cuando los trabajadores protestaban por el impago de los jornales atrasados. A partir de ahí se han sucedido infinidad de episodios expresados de distinta forma, por distintos actores a lo largo de la historia: en el 29 A.C entre los obreros que construían el Palacio de Herodes, los sastres de Constantinopla a finales del siglo XV o en Inglaterra que desde 1549 hasta finales del S. XVIII, una ordenanza castigaba a los huelguistas con la picota y en caso de reincidencia se les cortaba una oreja.
Nuestro imaginario colectivo asociado a la huelga todavía sigue nutriéndose de la idea trascendida desde los orígenes del movimiento obrero. Algunos autores lo sitúan a principios del siglo XIX con la irrupción del ludismo como coletazo pre-industrial, cuando se sucedieron numerosos ataques a los telares mecánicos en Inglaterra porque dejaban sin trabajo y rebajaban el sueldo a los obreros. Pero ya en la revolución francesa participaron obreros en huelga, aunque la forma gremial, que más tarde dio paso al obrero de oficio, y las revueltas del hambre seguían siendo hegemónicas por aquel entonces. La puesta en práctica de la 2ª revolución industrial, la de la electricidad, que un principio los pequeños talleres pensaban que democratizaría su acceso frente a su desigual posición con las fábricas a vapor, finalmente tuvo como consecuencia lo que vino a llamarse como proletariado. El masivo traslado del campo a la ciudad junto a una creciente división del trabajo dentro de ésta, engendró a la clase de los que tienen hijos sin nombre -proletarii-, “la clase trabajadora del siglo XIX” en palabras de Engels.
Si el siglo XIX puede expresarse como el campo apiñado en las ciudades -en España con más retraso-, a principios del siglo XXI puede decirse que son los obreros amontonados en la metrópolis conectada. El siervo feudal que trabajaba las tierras con la labor de su cuerpo, daba una parte de su producto al señor. El proletario trabaja con sus brazos los instrumentos de otro y es obligado a dar una parte de su tiempo al propietario. El primero da, al segundo le dan. El precario del siglo XXI tiene que dar al mismo tiempo que le dan. Ya no pone solo sus brazos a trabajar como el obrero, ya no solo tiene que dar una parte del usufructo como el siervo: Ahora tiene que darlo todo en cuerpo y espíritu, en tiempo y vida.
El obrero del siglo XIX y XX era arrancado de la comunidad rural y pasaba gradualmente a formar parte de la obrera. En el siglo XXI se trata de eliminar cualquier resquicio de “ser un nosotros-comunidad”, para convertirnos en “emprendedores”, y ya sea por cuenta ajena o propia, busquemos en la idea de empresa la nueva forma de comunidad desde donde relacionarse. Antes la comunicación, entendida como la base de la creación de comunidades y cultura, era monopolio de la vida fuera del trabajo. Ahora la comunicación se incluye en el propio trabajo. Trabajo que se extiende sobre la vida más allá del tiempo de la jornada laboral, conformando así, una realidad donde la comunidad que da forma a la cultura nace directamente de la comunicación empresarial. Por esta y otras razones, el ministro de economía Luis De Guindos sentenciaba no hace mucho ante un Fórum de empresarios, “hay que domesticar al mercado de trabajo.”
Cuando el imperativo del emprendedor se le exige también a cualquier asalariado, cuando se democratiza el riesgo pero nunca los beneficios, cuando la comunicación social fuera y dentro de la empresa es el cimiento de la economía del conocimiento, la centralidad de la huelga debe poner el foco en la orientación que toma esa comunicación. La huelga se juega en su capacidad de comunicar, de transmitir sensaciones y emociones poderosas que provoquen en la esfera pública, una publicidad emancipadora que sustituya a la actual y repetida, “no hay otra alternativa”. Poco importan los datos energéticos de un polígono industrial cuando la percepción pública es independiente de este factor. No importa tanto lo que es como lo que se piensa que es, razón por la cual, debemos arrancar el monopolio de la comunicación a la cultura de la empresa.
Las manifestaciones, los piquetes buscan en su finalidad comunicar una fuerza donde actos y palabras, caminen juntos para convertirse en poder -potentia-. Una potencia necesaria sin la cual no existe el derecho, se encuentra hoy además en otros espacios y modalidades.
En primer lugar, a todas aquellas personas que trabajan buscando trabajo, aquellas precarias e intermitentes de todo tipo desheredadas de la cobertura que da la comunidad, la huelga obrera les resulta ajena en su realidad material. En Madrid, la Oficina Precaria ha propuesto la iniciativa #14N sin miedo, donde de forma anónima se rellena un formulario para denunciar a las empresas que entorpecen o inhabilitan el derecho a huelga y tratar de trasladar piquetes a las mismas. Para que no quede en una declaración de intenciones o en una mera denuncia social, se necesita dar una cobertura real coordinándose con el abanico de colectivos, mareas, asambleas y sindicatos, junto con un posterior encuentro con la cumbre social.
En segundo lugar, considerar la posibilidad de permitir participar en la huelga del siglo XXI a todas las fuerzas productivas y no sólo aquellas que se manifiestan en un estricto horario laboral. Existen sectores, quizás no mayoritarios pero sí centrales, que la huelga de brazos no les para la mente. También pensar el móvil como paradigma de la nueva cadena de montaje, el consumo virtual que avanza a zancadas, o las redes sociales, pueden también ser otros campos donde se mueve la producción-comunicación.
A nivel extensivo se ha dado un gran paso al coordinar la huelga general con otros países de Europa; el camino contra la explotación social de la deuda financiera lo tenemos que transitar juntos si queremos una Europa desde, por y para las gentes que habitan Europa. En el plano intensivo todavía no hemos encontrado las respuestas adecuadas a unas preguntas que cada día parecen más claras. Aún no somos capaces de ofrecer un relato distinto que batalle a la esperanza esclavizadora del “a ver si se arregla esto” por ciencia infusa, al cinismo del “da todo igual, tú a lo tuyo” y al miedo, “no montéis follón que dicen los de arriba, que da mala imagen”.
Recogiendo el testigo de Gramsci tenemos que recuperar el sentido de la ambición considerado normalmente desde la izquierda como algo peyorativo. Destronar las ambiciones pequeñas y lucrativas y ensalzar a las grandes, liberándolas de oportunismos; puesto que, “todo consiste en ver si la ambición se eleva después de haber hecho un desierto en su torno, o si su elevarse está condicionado -conscientemente-, por el elevarse de todo un estrato social”.
El tiempo de la necesidad va más rápido que los tiempos de las alternativas, pero dada la magnitud del problema que tenemos delante, nos alerta Maquiavelo porque, “si se espera a que las dificultades vayan llegando, el remedio es difícil porque la enfermedad se ha hecho incurable”. Es el tiempo de la ambición política, de liberar lo extraordinario sobre lo cotidiano, como entendía Pericles la grandeza, el momento de la acción política que saca a luz lo radiante como la pensaba Demócrito. Hoy más que nunca cobran valor las palabras de Koprotkin; dejémonos de “fórmulas ambiguas” sobre el “derecho al trabajo” -que las élites ya lo destruyen-, y reclamemos políticamente el “el derecho al bienestar. El bienestar para todos”.
Sociólogo y autor del blog larevueltadelasneuronas.com
Article llegit al diari Público.
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