David Torres
De acuerdo, está feo generalizar pero últimamente hemos visto a demasiados mostrencos con uniforme agrediendo a ciudadanos indefensos como para dejar la cosa en una anécdota. Es una manía, un vicio, una enfermedad que ya viene de antiguo. Lo hemos visto en manifestaciones violentas y en otras nadas violentas, en marchas pacíficas y en otras menos pacíficas. Los hemos visto bajarse la visera y empezar a repartir leña, los hemos visto colocarse un pasamontañas y juntarse con otros compañeros infiltrados entre la gente para armar bronca. Es una de las características del uniforme, que una vez que te lo pones no deja mucho margen de maniobra. El brazo se prolonga hasta el palo y el cerebro se retrotrae al Paleolítico.
El hábito, en efecto, hace al monje. Es como en aquel viejo chiste de los dos marcianos que van por el campo y se tropiezan con un tricornio abandonado. Ambos se lo quedan mirando, lo recogen del suelo, lo examinan por todos lados, ensayan diversas hipótesis de uso hasta que al final uno se lo encaja en la cabeza. Entonces el otro le pregunta: “¿Qué? ¿Es un casco de piloto? ¿Para qué sirve?” “Pues no sé para qué servirá pero ahora mismo me están entrando unas ganas de meterte una hostia”.
Una familia francesa entró en un centro comercial de Torrevieja y se encontró con la España mariana en plena cara. Al ir a salir a la calle, la chicharra electrónica se puso a pitar y dos tarugos enfundados en sendos uniformes de vigilantes de seguridad se los llevaron a un cuartucho y allí iniciaron un registro digno de los mejores tiempos del franquismo, zarandeando, golpeando, asfixiando y humillando a la pareja como intentando resarcir la deuda napoleónica por la carga de los mamelucos. No sé si, en la ferocidad con que estos dos botarates desempeñaron su venganza histórica, tuvo algo que ver el color de la piel de la mujer, el pelo largo del marido o si simplemente les enojó el acento francés. Ni siquiera tuvieron en cuenta que los dos hijos pequeños estaban asistiendo a la paliza y que uno de ellos, además, la estaba grabando con la cámara del móvil.
El incidente es una gota más en la impresionante catarata de cagadas con que la marca España sigue asombrando al ancho mundo, desde el pufo monumental de Sacyr en el Canal de Panamá hasta el calvario judicial de la infanta Cristina, desde las cuentas poco corrientes de Bárcenas en Suiza hasta la impunidad de los correos de Blesa sobre los chanchullos de Caja Madrid, pasando por la ley medieval del aborto propugnada por el ministro Gallardón y el relajante café con leche de la alcaldesa Botella, Oscar a la mejor comedia improvisada del pasado año. Pero España es un país donde ninguna buena obra se queda sin castigo y raro será que los dos seguratas furibundos no acaben de gerentes de planta o que el ministerio del Interior los fiche directamente para apaciguar las próximas manifestaciones callejeras.
De acuerdo, está feo generalizar pero últimamente hemos visto a demasiados mostrencos con uniforme agrediendo a ciudadanos indefensos como para dejar la cosa en una anécdota. Es una manía, un vicio, una enfermedad que ya viene de antiguo. Lo hemos visto en manifestaciones violentas y en otras nadas violentas, en marchas pacíficas y en otras menos pacíficas. Los hemos visto bajarse la visera y empezar a repartir leña, los hemos visto colocarse un pasamontañas y juntarse con otros compañeros infiltrados entre la gente para armar bronca. Es una de las características del uniforme, que una vez que te lo pones no deja mucho margen de maniobra. El brazo se prolonga hasta el palo y el cerebro se retrotrae al Paleolítico.
El hábito, en efecto, hace al monje. Es como en aquel viejo chiste de los dos marcianos que van por el campo y se tropiezan con un tricornio abandonado. Ambos se lo quedan mirando, lo recogen del suelo, lo examinan por todos lados, ensayan diversas hipótesis de uso hasta que al final uno se lo encaja en la cabeza. Entonces el otro le pregunta: “¿Qué? ¿Es un casco de piloto? ¿Para qué sirve?” “Pues no sé para qué servirá pero ahora mismo me están entrando unas ganas de meterte una hostia”.
Una familia francesa entró en un centro comercial de Torrevieja y se encontró con la España mariana en plena cara. Al ir a salir a la calle, la chicharra electrónica se puso a pitar y dos tarugos enfundados en sendos uniformes de vigilantes de seguridad se los llevaron a un cuartucho y allí iniciaron un registro digno de los mejores tiempos del franquismo, zarandeando, golpeando, asfixiando y humillando a la pareja como intentando resarcir la deuda napoleónica por la carga de los mamelucos. No sé si, en la ferocidad con que estos dos botarates desempeñaron su venganza histórica, tuvo algo que ver el color de la piel de la mujer, el pelo largo del marido o si simplemente les enojó el acento francés. Ni siquiera tuvieron en cuenta que los dos hijos pequeños estaban asistiendo a la paliza y que uno de ellos, además, la estaba grabando con la cámara del móvil.
El incidente es una gota más en la impresionante catarata de cagadas con que la marca España sigue asombrando al ancho mundo, desde el pufo monumental de Sacyr en el Canal de Panamá hasta el calvario judicial de la infanta Cristina, desde las cuentas poco corrientes de Bárcenas en Suiza hasta la impunidad de los correos de Blesa sobre los chanchullos de Caja Madrid, pasando por la ley medieval del aborto propugnada por el ministro Gallardón y el relajante café con leche de la alcaldesa Botella, Oscar a la mejor comedia improvisada del pasado año. Pero España es un país donde ninguna buena obra se queda sin castigo y raro será que los dos seguratas furibundos no acaben de gerentes de planta o que el ministerio del Interior los fiche directamente para apaciguar las próximas manifestaciones callejeras.
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