Carlos Hugo Preciado Domènech
Magistrado de lo Social del TSJ de Catalunya. Profesor asociado de Derecho Penal de la URV de Tarragona
Magistrado de lo Social del TSJ de Catalunya. Profesor asociado de Derecho Penal de la URV de Tarragona
El problema de los nacionalismos es que son esencialmente irracionales y por tanto indiscutibles, en el sentido de no susceptibles de afrontar argumentarios racionales que los cuestionen, son ideologías basadas en el identitarismo colectivo, la exclusión del diferente, el amor a una tela pintada, un himno, una tierra y la ilusión de un futuro mejor. En todo este proceso de misticismo colectivo que reside en todo nacionalismo, las personas y las razones pasan forzosamente a un segundo plano, por lo que, no hace falta decirlo, el nacionalismo es y ha sido históricamente un fantástico instrumento de manipulación de masas. Para ilustrar esta afirmación baste recordar el lema nacionalista por antonomasia: “Todo por la patria”.
La cimentación del Estado en la razón, el humanismo y el pacto social, así como la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos son conquistas irrenunciables de la historia europea de los últimos tres siglos, y volver a justificar la limitación de la libertad de las personas que todo Estado comporta en identitarismos nacionales es un retroceso histórico que el pensamiento de izquierda no debería consentir. Precisamente el Historicismo y el Nacionalismo surgen en la Europa del siglo XIX como reacción a los movimientos populares que luchaban por condiciones de vida mejor , blandiendo el romanticismo patriótico frente a la dialéctica de clases como espacios argumentativos incompatibles (progreso y justicia social vs tradición y nación) .
Este paso atrás es el que están andando la izquierda catalana y española en este momento, dejando que la pasión, las fobias , la ilusión y el arrebato se impongan sobre los que deberían ser sus valores vertebrales: la razón, el humanismo, la igualdad y la fraternidad.
Ahora mismo tenemos en marcha, aquí y allí, las “máquinas de hacer nacionalistas”, que siempre funcionan igual: se basan en un presente insoportable, en una historia gloriosa, en la ilusión por un futuro mejor y en la fobia respecto de los “otros”, que suelen ser los culpables de todos los males de los “unos”. En esta maquinaria, la ilusión en un futuro mejor precisa crear (o recrear) un presente insoportable, y este es el momento político que a día de hoy estamos atravesando en la política oficial catalana y española: discusiones sobre protocolo, magnificación mediática de los discursos radicales catalanófobos o hispanófobos, estudios que “demuestran científicamente ” que “los otros” nos roban , nos odian y están en contra nuestro, etc , etc , etc. Ni que decir tiene que en tiempos de crisis estas máquinas alcanzan rendimientos extraordinarios.
Evidentemente la propaganda del “presente insoportable” debe cuidarse de ocultar toda evidencia de lo contrario: una renta per cápita más alta que el resto de los “otros” , unos sistemas de financiación invariablemente pactados durante los últimos treinta años entre los políticos de aquí y los de allí , una corrupción sistémica en la que los políticos de allí indultan a los de aquí, las buenas relaciones comerciales de los “unos” con “los otros” , los lazos culturales, personales, afectivos, etc.
Esto no quiere decir que Catalunya y España, como prácticamente todo el sur de Europa, no estén sufriendo una grave crisis económica y democrática, y que esta crisis no se esté aprovechando para hacer políticas nacionalistas y re centralizadoras o separatistas, pero sí quiere decir que el nacionalismo atribuye todo lo negativo de esta crisis a los ” otros”, sin asumir ninguna responsabilidad por parte de los “unos”, pues el discurso del victimismo forma parte del “presente insoportable” que es la gasolina de la máquina de hacer nacionalistas. La fórmula funciona: el nacionalismo genera más nacionalismo. Pero afortunadamente hay límites, y uno de ellos es la razón.
Y ese es el auténtico punto débil de todo nacionalismo: debe parecer razonable, porque es consciente de que en esencia no lo es. Por este motivo, ahora toca mostrar “intentos de diálogo”, rogando y pidiendo que tal diálogo no se acabe produciendo. Mientras tanto, se debe continuar cultivando el “presente insoportable” y ocultando que existen buenas relaciones entre la gente de aquí y la gente de allí. Aunque esta realidad se quiera esconder, todos los de aquí y de allí la conocemos, y por ello las “máquinas de hacer nacionalistas” no quieren ni oír hablar de buenas relaciones entre los “unos” y los “otros”, pues los nacionalismos son artilugios que se estropean sin remedio cuando en sus engranajes cuaja el óxido de la razón, el humanismo, la igualdad, y la fraternidad.
¿Y cuál debería ser el papel de los movimientos de izquierda en este proceso? En primer lugar, la izquierda debería aislar a los nacionalismos, todos, pues son radicalmente contrarios a los valores que la informan: solidaridad, colectivismo, igualdad y fraternidad. Hay que decirlo claro: nacionalismo de izquierdas es un oxímoron.
En segundo lugar, debería hacer evidente lo que está ocultando: que es más rico un estado de naciones que una nación-estado, que es mejor la pluralidad que el uniformismo cultural, que frente a la globalización de la economía se deben globalizar los movimientos sociales y no los nacionales, que el Estado no es más que una herramienta para mejorar la vida de las personas y no para satisfacer los sentimientos de amor a la tierra o para que los “unos” se sientan mejores que “los otros”; que existen vínculos solidarios y fraternales entre los pueblos, no sólo de España, sino de la Península Ibérica, y también de Europa, y que en definitiva, los agravios históricos —caso de existir— poco importan si aquí y hoy hay una auténtica voluntad fraternal, solidaria, federal y republicana de construir un futuro mejor juntos.
Pero para hacer todo esto, primero hay que dejar los nacionalismos al desnudo, despojarlos de tradiciones, patrias, banderas e himnos y ponerlos delante del espejo, para que se contemplen en su cruda humanidad, y se reconozcan así, unos y otros, como colectivos humanos razonablemente capaces de convivir en paz desterrándose del imaginario colectivo el discurso de “los otros”. Los “otros” no existen, los “otros” somos nosotros, somos lo que nos muestra el espejo, y evidenciarlo debería ser la tarea de toda persona que acepte los valores de la izquierda como propios.
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