Alicia García Ruiz
Investigadora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona
Yo no viví la España de Azcona y de Berlanga. Tal vez por eso me reí tanto volviendo a ver hace meses la escena del alcalde que, desde el balcón del ayuntamiento, promete “os debo una explicación y os la voy a dar.” Pero la risa se me va congelando a medida que la realidad social española se desplaza, involuciona, hacia aquellos esperpentos que retornan corregidos y aumentados. Son ese tipo de vicios y prácticas que no regresan del pasado cargados de sabiduría, sino de resabios, con el añadido de generar en su repetición un clima de fatalismo e inexorabilidad que ninguna falta nos hace.
Puede que dos sátiras de Berlanga estén dando más claves del curso de los acontecimientos que buena parte de lo que se escucha desde los balcones del poder, fértiles en explicaciones del calibre de las del alcalde que arengaba a sus vecinos. El posible retorno de la España de Plácido y Bienvenido Mister Marshall se asienta sobre dos gravísimos desplazamientos. Ambos, cargados de supuesta benevolencia, están asfaltando los senderos del infierno con sus buenas intenciones. Tanto uno como otro glorifican la arbitrariedad y el azar. Representan una auténtica mofa de los marcos legales y de la tarea de la política, si por todo ello entendemos el intento de construir objetivamente una distribución lo más justa posible de derechos y deberes para la vida en común.
El primer desplazamiento es el que va de la alabanza del mecenazgo a la exaltación de la caridad, previo saqueo de la riqueza social. En una memorable escena de Plácido una de las grandes damas que sientan a un pobre por sorteo a su mesa en Nochebuena le comenta a su amiga que el indigente que le ha tocado en la rifa no le gusta, y que “se lo cambie por el suyo”. La sátira es tan certera que hiela la sonrisa. La propuesta, bien intencionada, de apadrinar casos individuales de estudiantes o trabajadores por cuenta propia (emprendedores) en cierto modo supone sustituir a la “cuestión social” por los buenos propósitos individuales. Ahora bien, como saben todos los republicanos, en política ningún recurso a la virtud debería ir desacompañado de instrumentos institucionales que garanticen las bases materiales para la existencia.
La proximidad o la simpatía no son criterios redistributivos. Nadie puede negar el papel que han tenido los entornos familiares, primera instancia de solidaridad, como colchón frente a la crisis. Pero convertir esas instancias y procedimientos en un cajón de sastre donde descargar los efectos destructivos de una crisis es un disparate. Las relaciones sociales no son equivalentes al ámbito de la intimidad, ni pueden descansar sobre la metáfora de una gran familia, concepto que, hay que recordar, históricamente no sólo ha incluido lazos consanguíneos sino también de servidumbre. Los esclavos o los criados eran “contados” como familia, pero no como “miembros” de ésta sino como “parte” incluida a su pesar. La familia es, sin duda, una metáfora política muy problemática, cuya carga arrastran también otros conceptos políticos etimológicamente afines y que hay que rescatar de posibles interpretaciones simplistas, como es el caso de la fraternidad. Es cierto que la reivindicación de la fraternidad actúa como un buen escudo contra los apóstoles “liberales” del antiestatalismo que consagran el individualismo, la desregulación y la competitividad como los remedios infalibles para adelgazar la estructura de un estado paquidérmico y paternalista, supuestamente repleto de ciudadanos holgazanes a los que hay que inculcar las virtudes del hágaselo usted mismo en vez de papá estado.
Pero una cosa es invocar el ideal de fraternidad y otra confundirlo con la buena voluntad. Esto es lo que sucede cuando un sentimiento no se somete a su debida traducción política. Atravesar el momento deliberativo de un proceso de institucionalización requiere que unas sensibilidades encaren su inevitable confrontación con otras y se transformen. Los sentimientos íntimos o las solidaridades interpersonales en crudo no pueden ser utilizados como reemplazos de la responsabilidad normativa. Más bien constituyen material de construcción para un ethos político, una red de fondo que impregne el diseño de instituciones justas. Abandonar a la buena voluntad de particulares la tarea de efectuar políticas sobre cuestiones cruciales como la desigualdad o el daño equivale a dejarlas en manos del albur. La proliferación de anuncios de apuestas y dinero fácil, de programas televisivos que usan retorcidamente la compasión, el mecenazgo empresarial conocido como “angel financing” (en román paladino, pedir una aparición mariana tras el cierre del grifo de crédito por parte de bancos rescatados por todos) o el vasallaje ante entidades tan irracionales y azarosas como “los mercados”, ilustran la entronización de la suerte y la incertidumbre en todos los niveles de la vida pública. Pensadores como Judith Shklar, con su crucial distinción entre injusticia e infortunio como línea de demarcación de la responsabilidad política o John Rawls, que plantea una teoría de la justicia sostenida por mecanismos institucionales de corrección del azar, resultan hoy más necesarios que nunca. Ambos, por lo demás, filósofos liberales, en un sentido muy distinto a la vulgarización de este término en la derecha española.
El segundo desplazamiento al que me refería es la loca apuesta por el modelo Eurovegas-Mister Marshall, insigne ejemplo de estado en excepción en miniatura, donde la ley quedaría suspendida y hecha a la carta. Saltarse la ley, “legislar” la trampa, es la actividad más característica de los templos paganos del azar y la parcialidad. Casinos y paraísos fiscales representan modelos seculares de consagración de la diosa fortuna. La ley ha de intentar adaptarse a la singularidad, pero no admite ser modificada a discreción y a exigencias de quien no tiene legitimidad alguna para hacerlo, o sea, Mister Adelson. Retocar legislación pública a golpe de interés privado admite pocos maquillajes y uno de los más inverosímiles es la racionalización de la desregulación y el “sálvese quien pueda” como medios seguros de “creación de empleo”. “Liberales” como Esperanza Aguirre y jóvenes politólogos conversos a la fe de la competitividad, harían bien en leerse con mayor profundidad a sus (¿propios?) clásicos. Sin ir más lejos, en el marco de su argumentación sobre el derecho de resistencia, John Locke establece que el gobierno “debe gobernar por medio de leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser modificadas en casos particulares y tendrán que ser idénticas para el rico y para el pobre” (Ensayo sobre el Gobierno Civil, parágrafo 142) La situación de emergencia social corre paralela con un uso torticero de la “razón de estado” y de decisionismo de baja intensidad para implantar medidas arbitrarias, potencialmente injustas o, directamente, delirantes. Si el modelo del azar encarnado en megacasinos, juegos olímpicos o loterías patrióticas para ayudar a niños pobres va a ser el modelo de desarrollo y de reconstrucción para los próximos años que Dios nos coja confesados porque vamos derechos al infierno.
Investigadora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona
Yo no viví la España de Azcona y de Berlanga. Tal vez por eso me reí tanto volviendo a ver hace meses la escena del alcalde que, desde el balcón del ayuntamiento, promete “os debo una explicación y os la voy a dar.” Pero la risa se me va congelando a medida que la realidad social española se desplaza, involuciona, hacia aquellos esperpentos que retornan corregidos y aumentados. Son ese tipo de vicios y prácticas que no regresan del pasado cargados de sabiduría, sino de resabios, con el añadido de generar en su repetición un clima de fatalismo e inexorabilidad que ninguna falta nos hace.
Puede que dos sátiras de Berlanga estén dando más claves del curso de los acontecimientos que buena parte de lo que se escucha desde los balcones del poder, fértiles en explicaciones del calibre de las del alcalde que arengaba a sus vecinos. El posible retorno de la España de Plácido y Bienvenido Mister Marshall se asienta sobre dos gravísimos desplazamientos. Ambos, cargados de supuesta benevolencia, están asfaltando los senderos del infierno con sus buenas intenciones. Tanto uno como otro glorifican la arbitrariedad y el azar. Representan una auténtica mofa de los marcos legales y de la tarea de la política, si por todo ello entendemos el intento de construir objetivamente una distribución lo más justa posible de derechos y deberes para la vida en común.
El primer desplazamiento es el que va de la alabanza del mecenazgo a la exaltación de la caridad, previo saqueo de la riqueza social. En una memorable escena de Plácido una de las grandes damas que sientan a un pobre por sorteo a su mesa en Nochebuena le comenta a su amiga que el indigente que le ha tocado en la rifa no le gusta, y que “se lo cambie por el suyo”. La sátira es tan certera que hiela la sonrisa. La propuesta, bien intencionada, de apadrinar casos individuales de estudiantes o trabajadores por cuenta propia (emprendedores) en cierto modo supone sustituir a la “cuestión social” por los buenos propósitos individuales. Ahora bien, como saben todos los republicanos, en política ningún recurso a la virtud debería ir desacompañado de instrumentos institucionales que garanticen las bases materiales para la existencia.
La proximidad o la simpatía no son criterios redistributivos. Nadie puede negar el papel que han tenido los entornos familiares, primera instancia de solidaridad, como colchón frente a la crisis. Pero convertir esas instancias y procedimientos en un cajón de sastre donde descargar los efectos destructivos de una crisis es un disparate. Las relaciones sociales no son equivalentes al ámbito de la intimidad, ni pueden descansar sobre la metáfora de una gran familia, concepto que, hay que recordar, históricamente no sólo ha incluido lazos consanguíneos sino también de servidumbre. Los esclavos o los criados eran “contados” como familia, pero no como “miembros” de ésta sino como “parte” incluida a su pesar. La familia es, sin duda, una metáfora política muy problemática, cuya carga arrastran también otros conceptos políticos etimológicamente afines y que hay que rescatar de posibles interpretaciones simplistas, como es el caso de la fraternidad. Es cierto que la reivindicación de la fraternidad actúa como un buen escudo contra los apóstoles “liberales” del antiestatalismo que consagran el individualismo, la desregulación y la competitividad como los remedios infalibles para adelgazar la estructura de un estado paquidérmico y paternalista, supuestamente repleto de ciudadanos holgazanes a los que hay que inculcar las virtudes del hágaselo usted mismo en vez de papá estado.
Pero una cosa es invocar el ideal de fraternidad y otra confundirlo con la buena voluntad. Esto es lo que sucede cuando un sentimiento no se somete a su debida traducción política. Atravesar el momento deliberativo de un proceso de institucionalización requiere que unas sensibilidades encaren su inevitable confrontación con otras y se transformen. Los sentimientos íntimos o las solidaridades interpersonales en crudo no pueden ser utilizados como reemplazos de la responsabilidad normativa. Más bien constituyen material de construcción para un ethos político, una red de fondo que impregne el diseño de instituciones justas. Abandonar a la buena voluntad de particulares la tarea de efectuar políticas sobre cuestiones cruciales como la desigualdad o el daño equivale a dejarlas en manos del albur. La proliferación de anuncios de apuestas y dinero fácil, de programas televisivos que usan retorcidamente la compasión, el mecenazgo empresarial conocido como “angel financing” (en román paladino, pedir una aparición mariana tras el cierre del grifo de crédito por parte de bancos rescatados por todos) o el vasallaje ante entidades tan irracionales y azarosas como “los mercados”, ilustran la entronización de la suerte y la incertidumbre en todos los niveles de la vida pública. Pensadores como Judith Shklar, con su crucial distinción entre injusticia e infortunio como línea de demarcación de la responsabilidad política o John Rawls, que plantea una teoría de la justicia sostenida por mecanismos institucionales de corrección del azar, resultan hoy más necesarios que nunca. Ambos, por lo demás, filósofos liberales, en un sentido muy distinto a la vulgarización de este término en la derecha española.
El segundo desplazamiento al que me refería es la loca apuesta por el modelo Eurovegas-Mister Marshall, insigne ejemplo de estado en excepción en miniatura, donde la ley quedaría suspendida y hecha a la carta. Saltarse la ley, “legislar” la trampa, es la actividad más característica de los templos paganos del azar y la parcialidad. Casinos y paraísos fiscales representan modelos seculares de consagración de la diosa fortuna. La ley ha de intentar adaptarse a la singularidad, pero no admite ser modificada a discreción y a exigencias de quien no tiene legitimidad alguna para hacerlo, o sea, Mister Adelson. Retocar legislación pública a golpe de interés privado admite pocos maquillajes y uno de los más inverosímiles es la racionalización de la desregulación y el “sálvese quien pueda” como medios seguros de “creación de empleo”. “Liberales” como Esperanza Aguirre y jóvenes politólogos conversos a la fe de la competitividad, harían bien en leerse con mayor profundidad a sus (¿propios?) clásicos. Sin ir más lejos, en el marco de su argumentación sobre el derecho de resistencia, John Locke establece que el gobierno “debe gobernar por medio de leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser modificadas en casos particulares y tendrán que ser idénticas para el rico y para el pobre” (Ensayo sobre el Gobierno Civil, parágrafo 142) La situación de emergencia social corre paralela con un uso torticero de la “razón de estado” y de decisionismo de baja intensidad para implantar medidas arbitrarias, potencialmente injustas o, directamente, delirantes. Si el modelo del azar encarnado en megacasinos, juegos olímpicos o loterías patrióticas para ayudar a niños pobres va a ser el modelo de desarrollo y de reconstrucción para los próximos años que Dios nos coja confesados porque vamos derechos al infierno.
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