Enrique Arias Vega (Diari de Tarragona)
El mérito de Rajoy y de su ministro Montoro es haber enfrentado aún más entre sí a las comunidades autónomas, a cuenta del déficit asimétrico de sus cuentas. Hasta una comunidad gobernada por el PP, la de Madrid, se ha opuesto a una discriminación que la perjudica.
Éste es un paso más en el deshilachamiento progresivo de lo que antes fue un colectivo de intereses compartidos y que se llamaba España.
Hoy día cuesta encontrar símbolos comunes, como no sea en esas esporádicas competiciones deportivas internacionales. Apenas si se ven banderas del país –perdón, del Estado–, frente a las enseñas de las respectivas comunidades, tenemos un himno que carece de letra y hasta gran parte de la gente se avergüenza de utilizar el nombre de España.
Éste, quiérase o no, es el contexto en el que se produce la acelerada deriva independentista de Cataluña, ante la cual los sucesivos Gobiernos centrales se han quedado sin argumentos y sin instrumentos. ¿A alguien le cabría pensar que dada una consulta secesionista ilegal el Gobierno suspendiese la autonomía catalana o detuviese a Artur Mas? ¡Imposible!
O sea, que vamos a 190 kilómetros por hora –¿les suena?– hacia una ruptura que, una vez iniciada, podría afectar a otras regiones de España.
Ya ven si el asunto es o no grave. Ante él, la Europa comunitaria hace el Tancredo, como si a ella no le afectara, queriendo ignorar que se trata de un fenómeno contagioso que podría desmembrarla, desde Escocia hasta Córcega y desde Groenlandia hasta la Padania italiana, pasando por el artificial Estado belga.
En vez, pues, del espeso y cobarde manto de silencio instalado al respecto, alguien con inteligencia política debería advertirnos a todos los ciudadanos sobre el inmenso cambio que se nos viene encima.
El mérito de Rajoy y de su ministro Montoro es haber enfrentado aún más entre sí a las comunidades autónomas, a cuenta del déficit asimétrico de sus cuentas. Hasta una comunidad gobernada por el PP, la de Madrid, se ha opuesto a una discriminación que la perjudica.
Éste es un paso más en el deshilachamiento progresivo de lo que antes fue un colectivo de intereses compartidos y que se llamaba España.
Hoy día cuesta encontrar símbolos comunes, como no sea en esas esporádicas competiciones deportivas internacionales. Apenas si se ven banderas del país –perdón, del Estado–, frente a las enseñas de las respectivas comunidades, tenemos un himno que carece de letra y hasta gran parte de la gente se avergüenza de utilizar el nombre de España.
Éste, quiérase o no, es el contexto en el que se produce la acelerada deriva independentista de Cataluña, ante la cual los sucesivos Gobiernos centrales se han quedado sin argumentos y sin instrumentos. ¿A alguien le cabría pensar que dada una consulta secesionista ilegal el Gobierno suspendiese la autonomía catalana o detuviese a Artur Mas? ¡Imposible!
O sea, que vamos a 190 kilómetros por hora –¿les suena?– hacia una ruptura que, una vez iniciada, podría afectar a otras regiones de España.
Ya ven si el asunto es o no grave. Ante él, la Europa comunitaria hace el Tancredo, como si a ella no le afectara, queriendo ignorar que se trata de un fenómeno contagioso que podría desmembrarla, desde Escocia hasta Córcega y desde Groenlandia hasta la Padania italiana, pasando por el artificial Estado belga.
En vez, pues, del espeso y cobarde manto de silencio instalado al respecto, alguien con inteligencia política debería advertirnos a todos los ciudadanos sobre el inmenso cambio que se nos viene encima.
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