diumenge, 1 de setembre del 2013

Jaca negra, luna grande

David Torres



Es desolador que a estas alturas de la película la muerte de Federico García Lorca siga siendo un símbolo en lugar de un recuerdo. Quienes abogan por olvidar el pasado y echar las culpas a un lado olvidan un hecho crucial: difícilmente se puede olvidar lo que no se recuerda. Y aún ignoramos prácticamente todos los detalles del martirio de uno de los mayores poetas del pasado siglo. No sabemos dónde está enterrado, no sabemos las torturas que sufrió durante sus últimos tres días de vida, no sabemos el nombre de sus matarifes -aunque sí, de sobra, el de quienes lo ordenaron. El asesinato de Lorca pende como la sombra de un enorme ahorcado, un muerto fantasma, una herida sin cerrar, jaca negra, luna grande, epítome no sólo de la guerra civil sino de cuarenta años largos de dictadura y otros tantos de desmemoria.
Por supuesto que también hubo víctimas por el lado republicano, fusilamientos masivos de inocentes, masacres injustificables. La diferencia, sin embargo, no es tanto de volumen, de método o de saña. No es que el bando franquista matara más y mejor; que utilizara el terror, la violación y el fusilamiento indiscriminado como estrategia bélica; ni siquiera que la tortura, el asesinato y la impunidad absoluta se prolongaran durante décadas. Es, sobre todo, que las víctimas del franquismo no conocen la paz, no reposan en cementerios numerados con lápidas y nombres, no fueron rehabilitados a través de una Causa General, no son más que huesos tirados en las cunetas, polvo pisoteado. No hay un solo Federico: hay miles, docenas de miles, cientos de miles.
Cuando visité las playas de Normandía, me emocionó, más allá de la épica militar o la magnitud del desembarco, la simetría del dolor, su geométrica precisión, sus largas cicatrices. El célebre camposanto estadounidense de Omaha, los regimientos de cruces blancas sobre la playa donde miles de jóvenes murieron en unas pocas horas para salvar una tierra que no era suya; el austero cementerio británico a las afueras de Bayeux; el memorial canadiense de Bény-sur-Mer; el casi anónimo osario alemán de La Cambe donde, a falta de nombres propios, sobre muchas cruces reposan tres escuetas palabras: Ein Deutscher Soldat. Incluso en Normandía, después de que un millón de hombres se lanzara al asalto de Europa, las víctimas de uno y otro bando reposan en paz (juntas pero no revueltas) para dar testimonio de la locura humana. ¿Dónde están los innumerables Paracuellos de la España republicana? ¿Dónde los cementerios? ¿Dónde los huesos? ¿Dónde las lápidas?
No hablo de venganza y no creo que ni siquiera se pueda hablar ya de justicia. Pero lo que se ha dado en llamar memoria histórica -ese feo e insensato pleonasmo, ya que no hay memoria que no lo sea- es el único instrumento posible de la reconciliación. Este país no olvidará sus heridas hasta que las recuerde, hasta que admita de una vez por todas la verdad. Que la guerra civil no sólo fue el ensayo de la peor hecatombe de la historia, sino también un eco mediterráneo del exterminio nazi, un “holocausto español” (en palabras de Paul Preston) donde Franco y sus acólitos lograron lo que no logró Hitler: borrar la memoria de las víctimas, justificar una matanza inconcebible, envolverla de razón y de gloria. Por eso Lorca todavía duele, porque no es sólo un muerto grande más, un daño colateral, un error, una baja de guerra, sino el ejemplo perfecto de un aparato de terror cuya enseña intelectual fue, dicha con todas sus letras por uno de sus artífices: “Abajo la inteligencia, viva la muerte”. Hasta que ese día llegue, seguiremos cabalgando en la oscuridad la larga noche de la posguerra. Hasta que ese día llegue, mucho me temo que nunca llegaremos a Córdoba.