Sin añoranzas, sin otro fin que disfrutar
de un rato agradable, aquí llega la tercera entrega de Costumbres en Vías
de Extinción: La Extra de Navidad.
Hace un tiempo, apoltronado, engullendo tele, asistí perplejo al desarrollo de un programa de T.V en los U.S.A.. En él animaban a padres y madres para que grabasen en vídeo las reacciones de sus hijos al abrir los regalos la mañana del 25 de diciembre. La presunta gracia estaba en que estos regalos debían de ser ruines, miserables o estúpidos. El programa continuaba emitiendo los resultados de este experimento antinavideño sin ningún tipo de censura.
No sé si estos niños habrán perdonado a sus padres, o si todo quedó en el olvido si más tarde fueron correspondidos con regalos acordes a sus expectativas defraudadas. No sé.
No recuerdo qué contenían aquellos miserables regalos disfrazados de prosperidad, lo que fue difícil de olvidar fueron las reacciones de los niños cobaya. Aquello no era desilusión, era odio, colapso, desamor. Los más creciditos miraban a sus padres como la personificación del patetismo. Me resultó tan duro que a punto estuve de cambiar de canal.
No había vuelto a pensar en ello hasta que se confirmó que este año, como por arte de birli birloque, los empleados públicos no tendríamos extra de navidad.
Sentí como un resorte, no me quedaría de brazos cruzados, pensaba vengarme con un acto simbólico: le daría una patada en el culo a Papá Noel. Estaba decidido a que mis hijas pequeñas no tuvieran otro regalo la mañana de Navidad que no fuese una foto enmarcada del gordo del traje rojo; Papá Noel y su sociedad de consumo eran los culpables de que yo me hubiese quedado sin extra y, por ende, mis hijas sin su habitual regalo de navidad.
Tardé en darme cuenta de que mis niñas eran demasiado pequeñas para entender que en la sombra de Papá Noel puede ampararse un consumismo irracional y desemocional como el que nos ha traído hasta esta crítica situación.
Pero una vez descartado el del traje rojo ¿quién era el culpable? Tendría que ser la foto de… ¿de quién?
No lo sabía, así que me dediqué a escuchar a los que presumían de saberlo. Como no se ponían de acuerdo resultaba difícil saber quién tenía razón. Ni siquiera la Cope y la Ser opinaban lo mismo, aunque su tono de crispación era muy parecido.
Así que afiné el oído y presté atención a los murmullos, a las voces de los antisistema. Escuché alegatos que me parecieron muy coherentes y también lo que a mi sencillo entender eran absolutos disparates. Perdí el rastro del culpable en un laberinto de transnacionales y familias reales.
Me empezó a doler la cabeza. Es lo que tiene pensar que, si no estás acostumbrado, al principio puede doler. El caso es que después de mucho cavilar no sabía qué pensar. Me sentía culpable. Otro culpable más que ignorante busca culpabilidades ajenas.
Intentando superar las angustias de la razón quedé con mis viejos amigos sin necesidad de otra excusa que retomar viejos hábitos abandonados.
Supongo que a los habituales de la noche les debimos parecer seres de otra época, de otro espacio. Lo éramos o, al menos, así nos sentíamos, desintegrados, desubicados.
Atrincherados en un oscuro rincón de algo similar a un pub nos dimos cuenta de lo absurdo de la situación. ¿Qué hacíamos allí? ¿Quién nos había arrastrado hasta aquella situación que, de repente, nos parecía tan patética? En un acto de sinceridad compartida reconocimos que nosotros mismos éramos los únicos responsables. ¿Quién si no?
Abonamos las consumiciones y nos fuimos caminando. Nos dejamos llevar por la falta de objetivos, de horizontes cercanos; sólo hablábamos, o callábamos. Hacía una noche ideal para no hacer otra cosa que no fuese hacer nada. Sólo hablar, o callar. Caminar y contemplar. Como si fuésemos turistas accidentales.
Mientras contraveníamos algunas ordenanzas municipales y nos mirábamos los zapatos les conté lo que estaba tramando con el regalo de navidad.
Nos reímos todos, menos uno al que no le hizo ninguna gracia que utilizase a mis hijas para exteriorizar mis frustraciones amparándome en la pérdida de la paga extra. Parecía que se hubiese tomado a mal mi comentario.
- No busques culpables, me escupió. Sé responsable. Toma conciencia de tu responsabilidad y todo estará bien, con extra y sin extra de navidad.
No sé por qué pero siempre que se pone metafísico escupe. No se lo tuve en cuenta, es mi amigo y cuando me escupe lo hace con cariño.
La Navidad está a la vuelta de la esquina y yo sigo en mis trece, aunque con variaciones considerables en mi estrategia original. El regalo para mis hijas está ahora en manos de su madre y la tarjeta de crédito, y respecto al “regalo trampa” he decidió que su destinatario final seré yo mismo.
Aunque pueda parecer que poca sorpresa puede uno darse a sí mismo, todos sabemos que si nos conociésemos más a fondo quedaríamos gratísimamente sorprendidos.
Así que a falta de culpable he encontrado un responsable. Mi regalo no contendrá ninguna foto enmarcada, sino un espejo. Un espejito mágico.
Me miraré en él cada vez que busque un culpable y no un responsable.
Me miraré en él cada vez que algo en los demás me cause molestia o disgusto.
Me miraré en él cada vez que necesite asomarme a la inmensidad del Universo.
Me miraré en él cuando me quiera reír y crea no tener con quién.
Me miraré en él cada vez que piense en ti.
Por una Navidad Consciente: que todos los seres de todos los mundos sean felices y vivan en paz.
Hace un tiempo, apoltronado, engullendo tele, asistí perplejo al desarrollo de un programa de T.V en los U.S.A.. En él animaban a padres y madres para que grabasen en vídeo las reacciones de sus hijos al abrir los regalos la mañana del 25 de diciembre. La presunta gracia estaba en que estos regalos debían de ser ruines, miserables o estúpidos. El programa continuaba emitiendo los resultados de este experimento antinavideño sin ningún tipo de censura.
No sé si estos niños habrán perdonado a sus padres, o si todo quedó en el olvido si más tarde fueron correspondidos con regalos acordes a sus expectativas defraudadas. No sé.
No recuerdo qué contenían aquellos miserables regalos disfrazados de prosperidad, lo que fue difícil de olvidar fueron las reacciones de los niños cobaya. Aquello no era desilusión, era odio, colapso, desamor. Los más creciditos miraban a sus padres como la personificación del patetismo. Me resultó tan duro que a punto estuve de cambiar de canal.
No había vuelto a pensar en ello hasta que se confirmó que este año, como por arte de birli birloque, los empleados públicos no tendríamos extra de navidad.
Sentí como un resorte, no me quedaría de brazos cruzados, pensaba vengarme con un acto simbólico: le daría una patada en el culo a Papá Noel. Estaba decidido a que mis hijas pequeñas no tuvieran otro regalo la mañana de Navidad que no fuese una foto enmarcada del gordo del traje rojo; Papá Noel y su sociedad de consumo eran los culpables de que yo me hubiese quedado sin extra y, por ende, mis hijas sin su habitual regalo de navidad.
Tardé en darme cuenta de que mis niñas eran demasiado pequeñas para entender que en la sombra de Papá Noel puede ampararse un consumismo irracional y desemocional como el que nos ha traído hasta esta crítica situación.
Pero una vez descartado el del traje rojo ¿quién era el culpable? Tendría que ser la foto de… ¿de quién?
No lo sabía, así que me dediqué a escuchar a los que presumían de saberlo. Como no se ponían de acuerdo resultaba difícil saber quién tenía razón. Ni siquiera la Cope y la Ser opinaban lo mismo, aunque su tono de crispación era muy parecido.
Así que afiné el oído y presté atención a los murmullos, a las voces de los antisistema. Escuché alegatos que me parecieron muy coherentes y también lo que a mi sencillo entender eran absolutos disparates. Perdí el rastro del culpable en un laberinto de transnacionales y familias reales.
Me empezó a doler la cabeza. Es lo que tiene pensar que, si no estás acostumbrado, al principio puede doler. El caso es que después de mucho cavilar no sabía qué pensar. Me sentía culpable. Otro culpable más que ignorante busca culpabilidades ajenas.
Intentando superar las angustias de la razón quedé con mis viejos amigos sin necesidad de otra excusa que retomar viejos hábitos abandonados.
Supongo que a los habituales de la noche les debimos parecer seres de otra época, de otro espacio. Lo éramos o, al menos, así nos sentíamos, desintegrados, desubicados.
Atrincherados en un oscuro rincón de algo similar a un pub nos dimos cuenta de lo absurdo de la situación. ¿Qué hacíamos allí? ¿Quién nos había arrastrado hasta aquella situación que, de repente, nos parecía tan patética? En un acto de sinceridad compartida reconocimos que nosotros mismos éramos los únicos responsables. ¿Quién si no?
Abonamos las consumiciones y nos fuimos caminando. Nos dejamos llevar por la falta de objetivos, de horizontes cercanos; sólo hablábamos, o callábamos. Hacía una noche ideal para no hacer otra cosa que no fuese hacer nada. Sólo hablar, o callar. Caminar y contemplar. Como si fuésemos turistas accidentales.
Mientras contraveníamos algunas ordenanzas municipales y nos mirábamos los zapatos les conté lo que estaba tramando con el regalo de navidad.
Nos reímos todos, menos uno al que no le hizo ninguna gracia que utilizase a mis hijas para exteriorizar mis frustraciones amparándome en la pérdida de la paga extra. Parecía que se hubiese tomado a mal mi comentario.
- No busques culpables, me escupió. Sé responsable. Toma conciencia de tu responsabilidad y todo estará bien, con extra y sin extra de navidad.
No sé por qué pero siempre que se pone metafísico escupe. No se lo tuve en cuenta, es mi amigo y cuando me escupe lo hace con cariño.
La Navidad está a la vuelta de la esquina y yo sigo en mis trece, aunque con variaciones considerables en mi estrategia original. El regalo para mis hijas está ahora en manos de su madre y la tarjeta de crédito, y respecto al “regalo trampa” he decidió que su destinatario final seré yo mismo.
Aunque pueda parecer que poca sorpresa puede uno darse a sí mismo, todos sabemos que si nos conociésemos más a fondo quedaríamos gratísimamente sorprendidos.
Así que a falta de culpable he encontrado un responsable. Mi regalo no contendrá ninguna foto enmarcada, sino un espejo. Un espejito mágico.
Me miraré en él cada vez que busque un culpable y no un responsable.
Me miraré en él cada vez que algo en los demás me cause molestia o disgusto.
Me miraré en él cada vez que necesite asomarme a la inmensidad del Universo.
Me miraré en él cuando me quiera reír y crea no tener con quién.
Me miraré en él cada vez que piense en ti.
Por una Navidad Consciente: que todos los seres de todos los mundos sean felices y vivan en paz.
2 comentaris:
Gracias Joan.
Fernando
De nada Fernando. La ventaja de gestionar un blog es que puedes publicar lo que té de la gana sin que nadie te lo pueda impedir.
te dije que lo publicaría y ahí lo tienes.
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