diumenge, 16 de desembre del 2012

Gallardón en cinemascope

Foto Público.
Del mismo modo que la mayor astucia del diablo consiste en hacernos creer que no existe, la mayor diablura de Gallardón ha sido simular que era un político de serie B. En una impresionante demostración de hipnosis colectiva, buena parte del país ha llegado a pensar durante años que Gallardón no sólo era humano sino que representaba el contrapeso liberal, la balanza centrista frente a la derechona rancia y arzobispal de las Aguirres y las Cospedales. Gallardón empezó su carrera a la chita callando, como ese novio formal de las películas de terror que oculta un psicópata debajo de la formalidad y una motosierra entre el ramo de flores, que se arregla la corbata arrugada por los asesinatos y ni la madre ni el padre quieren ver que ya ha decapitado a la hermana pequeña, cuya cabeza guarda en el maletero del coche, y que viene a pedirles la mano de la mayor sin siquiera limpiarse los rastros de sangre.
Así, sin hacerle mucho caso, a pesar de sus evidentes desmanes megalomaníacos, de sus tuneladoras y sus empachos palaciegos, Gallardón caía simpático, incluso entre gruesas lonchas de la izquierda, quienes veían sus gafas como un símbolo intelectualillo del personaje, un Clark Kent que se cambiaba de traje ante las cámaras para fingirse borracho y salir mascullando chorradas en el programa del Wyoming. Pero igual que Superman salvaba un rascacielos o enderezaba la Torre de Pisa, Gallardón iba destrozando Madrid minuciosamente, calle por calle y plaza por plaza, cambiando estatuas de sitio sin ton ni son y gastándose los dineros en proyectos olímpicos como si no hubiera un mañana.
Nunca comprendimos que el auténtico proyecto ciudadano del alcaldeso era saldar una vieja frustración guerracivilista y acabar lo que Franco dejó a medias: entrar a saco en Madrid más de medio siglo después y dejarla hecha un ecce homo. Repartir dolor, dice ahora, como si alguna vez hubiera repartido otra cosa, aparte de deudas y agujeros. Vallas por donde vayas, ese es el lema madrileño después del paso de la horda, una capital que antaño tuvo un sabio por alcalde y que ahora padecía a un falso melómano que presume de abuelo compositor cuando lo que a él de verdad le gusta son los pentagramas de andamios y la melodía tenaz de las hormigoneras.
En una película que sólo podía perpetrar Garci aparecía Gallardón interpretando a su propio abuelo con una barba que más postiza no podía ser pero que le camuflaba las risas del descojone. Este señor que parece que no ha roto un plato y que se ha cargado una ciudad para los restos, va a hacer con la justicia lo que hizo con la plaza de Colón y con el cruce de Atocha: un mástil demencial para plantar una bandera kilométrica y un enigma intransitable que lleva ya ocho años de obras y donde los peatones inéditos no tienen ni puta idea de cómo ir a algún lado.
Gallardón estaba loco de ansia por abandonar la serie B y dar el salto a la política nacional de grandes presupuestos y grandes ministerios. Si alguien no lo frena pronto, desde dentro o desde fuera, acabará de presidente y agarrará el poder omnímodo como el Leatherface de La matanza de Texas.

David Torres