Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Muchos de los que no somos votantes ni simpatizantes del PSOE creemos que es necesario que ese partido se recupere de los fracasos que ha sufrido a partir de su gestión de la crisis. Una propuesta que ha sido apoyada por más de siete millones de votantes no puede ser descalificada en bloque por la mala gestión de sus dirigentes. En este país la izquierda será diversa o no será: y quienes optamos por propuestas de izquierda distintas de las que propone el Partido Socialista podemos y debemos establecer acuerdos con compañeros de viaje que prefieren un camino socialdemócrata. Siempre, claro está, que esa socialdemocracia no se entienda como resignación ante las políticas de derecha que han regido este país desde los comienzos de la crisis. Superar el tradicional dogmatismo y sectarismo de la izquierda es una condición necesaria para lograr cualquier resultado positivo —aunque sea limitado— en estos momentos en que la prioridad consiste en salvar al sistema democrático de las amenazas que sufre. Por ello, creo que las propuestas para su recuperación deben venir no solo del seno del PSOE ni de los políticos profesionales sino de todos los que están dispuestos a compartir con ellos al menos una parte del camino. Así que me permito dar una opinión poco autorizada y que nadie me pide.
Un primer paso consistiría en abandonar discursos supuestamente autocríticos como los siguientes: “no hemos sabido explicar nuestro mensaje”; “hemos cometido muchos errores”; “debemos realizar una profunda renovación del partido”; “hay que reforzar la cohesión interna”; “el partido debe recoger las inquietudes de los ciudadanos”; “hay que escuchar la voz de la calle” y otros similares. Por supuesto que la autocrítica es necesaria, pero lamentos y exhortaciones abstractas de ese tipo solo sirven para ocultar los errores cometidos y diluir los propósitos en una niebla que permite cualquier decisión concreta. ¿Qué pasaría si en lugar de estas generalidades los dirigentes del partido mencionaran por su nombre esos errores, reconocieran que las respuestas que han dado a los problemas de los ciudadanos fueron en muchos casos —y en qué casos— erróneas y propusieran rectificaciones concretas de esos errores cometidos? ¿Atentaría contra su prestigio reconocer abiertamente lo que piensan tantos votantes desencantados? Lo cual no implica, por supuesto, desconocer sus éxitos y renegar de los logros conseguidos en los últimos ocho años de gobierno. Y ni siquiera “pedir perdón”, una exigencia inútil con connotaciones eclesiásticas que con frecuencia se utiliza para evitar rectificaciones y limpiar la conciencia.
La primera decisión del gobierno de Zapatero fue la retirada de las tropas de Irak, recibida positivamente no solo por la izquierda del país sino por mucha gente con sentido común. Varias leyes, como la Ley de Violencia de Género, la Ley de Dependencia, la aprobación del matrimonio homosexual, la Ley de Igualdad, la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y la ley antitabaco constituyeron pasos importantes, que en muchos casos han marcado una dirección de la cual será difícil volver atrás, pese a los intentos de nuestro actual Ministro de Justicia. En otro orden de cosas, la regularización de muchos miles de inmigrantes ilegales, el aumento de la ayuda al desarrollo, el aumento de las pensiones mínimas, la disminución de las víctimas del tráfico, la legalización de la investigación con células madre, el aumento de la financiación para investigación y desarrollo, el incremento de las becas, la política informativa de la televisión y una política internacional con muchos aspectos positivos, son aciertos que no conviene olvidar en estos momentos de desolación. A lo cual hay que sumar una acción antiterrorista que permitió terminar con la violencia de ETA, combinando acertadamente las medidas represivas con medidas políticas inteligentes.
Pero creo que no le conviene al PSOE en estos momentos ocultar sus decisiones fallidas tras el recuerdo de sus éxitos y una confesión genérica de los errores cometidos. Es necesario reconocerlas claramente y por su nombre si se pretende superar la actual pérdida de apoyo popular. Por ejemplo. Apoyándose en la absurda consigna de “bajar impuestos es de izquierdas”, se toleraron y concedieron privilegios a los sectores más favorecidos de la sociedad que han llevado a un progresivo incremento de la desigualdad, aumentando la proporción asignada a las rentas del capital en detrimento de las rentas del trabajo. Se eliminó el impuesto del patrimonio, se permitió una especulación muy poco regulada y se redujeron los impuestos a las sociedades, se apoyó una ley que permite privatizar la gestión de los hospitales públicos, se toleró un enorme fraude fiscal. Muchos economistas avisaron del futuro estallido de la burbuja inmobiliaria de la cual fluían alegremente los impuestos mientras se financiaban obras públicas tanto necesarias como superfluas y se regalaban 400 euros indiscriminadamente a ricos y pobres. Todo ello en una España en la que, mucho antes de la crisis, ya había millones de personas bajo el nivel de la pobreza. Entre tanto, la burocracia y el despilfarro de las administraciones públicas, centrales, autonómicas y locales, seguía aumentando en forma de obras faraónicas, kilómetros de trenes de alta velocidad, consejeros inútiles y coches oficiales. Ayudados en estos excesos hasta el último momento, todo hay que decirlo, por casi todas las fuerzas políticas, tanto de derechas como de izquierdas. De ahí que culpar en exclusiva al Partido Socialista de la situación actual, como gusta repetir el Partido Popular, implica no solo pasar por alto el origen internacional de la crisis sino también la participación de los populares —y otros— en la alegría económica de esos años, sobre todo a través de sus autonomías y ayuntamientos, así como una política de oposición virulenta y desleal que dificultó la gestión de los problemas que se avecinaban.
Cuando la crisis asomó la cabeza las cosas cambiaron. Es verdad que el gobierno tenía poco margen de acción ante Europa: la necesidad de reducir el déficit y evitar una quiebra bancaria era probablemente inevitable. Pero en lugar de distribuir en lo posible las cargas de la crisis entre los ciudadanos proporcionalmente a sus recursos, se optó por el camino fácil: aumento del IVA, congelación de pensiones, recortes al sueldo de los funcionarios, recortes en derechos a los trabajadores, disminución de la ayuda al desarrollo, apoyo a las medidas de la Unión Europea contra los inmigrantes. Sin atreverse a exigir a los Bancos contrapartidas por las ayudas del Estado, ni aplicar un impuesto a las grandes fortunas, ni restablecer (hasta el último momento) el impuesto al patrimonio. Y cuando comenzaron los desahucios por el impago de hipotecas, el gobierno socialista rechazó explícitamente la posibilidad de tomar medidas que paliaran ese drama social, condenando así a decenas de miles de familias a perder su casa y cargar con una deuda impagable el resto de su vida. Mientras tanto, ni se discutió la posibilidad de reducir los gastos de la administración pública más allá de un simbólico recorte de sus sueldos: se siguieron financiando inútiles diputaciones provinciales, miles de conductores siguieron llevando a sus despachos a dudosos asesores en coches oficiales, muchos ayuntamientos siguieron fijándose arbitrariamente sueldos desmesurados, no cesaron los viajes en primera clase ni los gastos de representación, etc. Tomar medidas para reducir esos gastos seguramente no hubiera solucionado el problema, pero al menos ese gesto hubiera paliado los recortes y sobre todo hubiera enviado un mensaje de equidad a su electorado.
Pero quizás la medida más grave que se tomó en aquellos tiempos fue una reforma de la Constitución realizada con nocturnidad y con el apoyo del Partido Popular, por la cual el dogma neoliberal que exige la reducción del déficit, aun a costa de las necesidades de los ciudadanos, quedó impreso en nuestra ley fundamental. Medida, por cierto, tan injusta como inútil, según lo demostró la reacción de los mercados tras su aprobación.
No será fácil superar el recuerdo que estas decisiones han dejado en los electores, pero creo que el único camino para lograrlo consiste en que el Partido Socialista se atreva a mencionar por su nombre estos errores y proponer también claramente propuestas alternativas de un modo más sistemático que algunas confesiones de equivocaciones pasadas, frecuentemente seguidas de una disculpa que las minimiza. Mientras se limite a mantener su mensaje actual de “capitalismo sí, pero no tanto” y no se atreva a postular un programa claramente socialista, gradual pero progresivo, el fracaso está asegurado: son muchos los votantes que comprenden que la crisis actual pone en cuestión el mismo sistema del capitalismo financiero y no solo algunas de sus consecuencias. Y que mientras la gestión de las finanzas no sea controlada democráticamente y se permita su crecimiento exponencial a costa de las necesidades de los ciudadanos, se seguirá destruyendo ese precario “estado de bienestar” que también figura escrito en el programa socialista.
Y a pesar de que es verdad que el problema no es de personas sino de programas, este giro no pueden realizarlo dirigentes que participaron en primera fila en la legislatura anterior sino que requiere también un cambio en las personas. Resulta patético escuchar al actual Secretario General cuando propone cambios en la ley electoral, una reforma impositiva, la eliminación de las diputaciones provinciales, medidas contra los desahucios y medidas de control a los Bancos cuando esa misma persona participó hace menos de un año en un gobierno que se negó explícitamente a aplicar lo que ahora propone. También la estética tiene importancia en la política. En cualquier caso es importante que en este proceso de refundación el Partido Socialista se convenza de que debe aceptar que no es el único representante de la izquierda y superar el sectarismo que comparte con otras fuerzas políticas. Para lo cual una de las primeras medidas que debería proponer, aunque la haya rechazado cuando gobernaba, consiste en una reforma de la ley electoral que permita listas abiertas y una verdadera representación proporcional en el Congreso. Si esta reforma se hubiera realizado en la legislatura anterior no tendríamos que soportar ahora esta asfixiante mayoría absoluta. Y de esta deseable refundación del PSOE depende en gran parte que esta mayoría no se convierta en crónica.
Filósofo y escritor
Muchos de los que no somos votantes ni simpatizantes del PSOE creemos que es necesario que ese partido se recupere de los fracasos que ha sufrido a partir de su gestión de la crisis. Una propuesta que ha sido apoyada por más de siete millones de votantes no puede ser descalificada en bloque por la mala gestión de sus dirigentes. En este país la izquierda será diversa o no será: y quienes optamos por propuestas de izquierda distintas de las que propone el Partido Socialista podemos y debemos establecer acuerdos con compañeros de viaje que prefieren un camino socialdemócrata. Siempre, claro está, que esa socialdemocracia no se entienda como resignación ante las políticas de derecha que han regido este país desde los comienzos de la crisis. Superar el tradicional dogmatismo y sectarismo de la izquierda es una condición necesaria para lograr cualquier resultado positivo —aunque sea limitado— en estos momentos en que la prioridad consiste en salvar al sistema democrático de las amenazas que sufre. Por ello, creo que las propuestas para su recuperación deben venir no solo del seno del PSOE ni de los políticos profesionales sino de todos los que están dispuestos a compartir con ellos al menos una parte del camino. Así que me permito dar una opinión poco autorizada y que nadie me pide.
Un primer paso consistiría en abandonar discursos supuestamente autocríticos como los siguientes: “no hemos sabido explicar nuestro mensaje”; “hemos cometido muchos errores”; “debemos realizar una profunda renovación del partido”; “hay que reforzar la cohesión interna”; “el partido debe recoger las inquietudes de los ciudadanos”; “hay que escuchar la voz de la calle” y otros similares. Por supuesto que la autocrítica es necesaria, pero lamentos y exhortaciones abstractas de ese tipo solo sirven para ocultar los errores cometidos y diluir los propósitos en una niebla que permite cualquier decisión concreta. ¿Qué pasaría si en lugar de estas generalidades los dirigentes del partido mencionaran por su nombre esos errores, reconocieran que las respuestas que han dado a los problemas de los ciudadanos fueron en muchos casos —y en qué casos— erróneas y propusieran rectificaciones concretas de esos errores cometidos? ¿Atentaría contra su prestigio reconocer abiertamente lo que piensan tantos votantes desencantados? Lo cual no implica, por supuesto, desconocer sus éxitos y renegar de los logros conseguidos en los últimos ocho años de gobierno. Y ni siquiera “pedir perdón”, una exigencia inútil con connotaciones eclesiásticas que con frecuencia se utiliza para evitar rectificaciones y limpiar la conciencia.
La primera decisión del gobierno de Zapatero fue la retirada de las tropas de Irak, recibida positivamente no solo por la izquierda del país sino por mucha gente con sentido común. Varias leyes, como la Ley de Violencia de Género, la Ley de Dependencia, la aprobación del matrimonio homosexual, la Ley de Igualdad, la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y la ley antitabaco constituyeron pasos importantes, que en muchos casos han marcado una dirección de la cual será difícil volver atrás, pese a los intentos de nuestro actual Ministro de Justicia. En otro orden de cosas, la regularización de muchos miles de inmigrantes ilegales, el aumento de la ayuda al desarrollo, el aumento de las pensiones mínimas, la disminución de las víctimas del tráfico, la legalización de la investigación con células madre, el aumento de la financiación para investigación y desarrollo, el incremento de las becas, la política informativa de la televisión y una política internacional con muchos aspectos positivos, son aciertos que no conviene olvidar en estos momentos de desolación. A lo cual hay que sumar una acción antiterrorista que permitió terminar con la violencia de ETA, combinando acertadamente las medidas represivas con medidas políticas inteligentes.
Pero creo que no le conviene al PSOE en estos momentos ocultar sus decisiones fallidas tras el recuerdo de sus éxitos y una confesión genérica de los errores cometidos. Es necesario reconocerlas claramente y por su nombre si se pretende superar la actual pérdida de apoyo popular. Por ejemplo. Apoyándose en la absurda consigna de “bajar impuestos es de izquierdas”, se toleraron y concedieron privilegios a los sectores más favorecidos de la sociedad que han llevado a un progresivo incremento de la desigualdad, aumentando la proporción asignada a las rentas del capital en detrimento de las rentas del trabajo. Se eliminó el impuesto del patrimonio, se permitió una especulación muy poco regulada y se redujeron los impuestos a las sociedades, se apoyó una ley que permite privatizar la gestión de los hospitales públicos, se toleró un enorme fraude fiscal. Muchos economistas avisaron del futuro estallido de la burbuja inmobiliaria de la cual fluían alegremente los impuestos mientras se financiaban obras públicas tanto necesarias como superfluas y se regalaban 400 euros indiscriminadamente a ricos y pobres. Todo ello en una España en la que, mucho antes de la crisis, ya había millones de personas bajo el nivel de la pobreza. Entre tanto, la burocracia y el despilfarro de las administraciones públicas, centrales, autonómicas y locales, seguía aumentando en forma de obras faraónicas, kilómetros de trenes de alta velocidad, consejeros inútiles y coches oficiales. Ayudados en estos excesos hasta el último momento, todo hay que decirlo, por casi todas las fuerzas políticas, tanto de derechas como de izquierdas. De ahí que culpar en exclusiva al Partido Socialista de la situación actual, como gusta repetir el Partido Popular, implica no solo pasar por alto el origen internacional de la crisis sino también la participación de los populares —y otros— en la alegría económica de esos años, sobre todo a través de sus autonomías y ayuntamientos, así como una política de oposición virulenta y desleal que dificultó la gestión de los problemas que se avecinaban.
Cuando la crisis asomó la cabeza las cosas cambiaron. Es verdad que el gobierno tenía poco margen de acción ante Europa: la necesidad de reducir el déficit y evitar una quiebra bancaria era probablemente inevitable. Pero en lugar de distribuir en lo posible las cargas de la crisis entre los ciudadanos proporcionalmente a sus recursos, se optó por el camino fácil: aumento del IVA, congelación de pensiones, recortes al sueldo de los funcionarios, recortes en derechos a los trabajadores, disminución de la ayuda al desarrollo, apoyo a las medidas de la Unión Europea contra los inmigrantes. Sin atreverse a exigir a los Bancos contrapartidas por las ayudas del Estado, ni aplicar un impuesto a las grandes fortunas, ni restablecer (hasta el último momento) el impuesto al patrimonio. Y cuando comenzaron los desahucios por el impago de hipotecas, el gobierno socialista rechazó explícitamente la posibilidad de tomar medidas que paliaran ese drama social, condenando así a decenas de miles de familias a perder su casa y cargar con una deuda impagable el resto de su vida. Mientras tanto, ni se discutió la posibilidad de reducir los gastos de la administración pública más allá de un simbólico recorte de sus sueldos: se siguieron financiando inútiles diputaciones provinciales, miles de conductores siguieron llevando a sus despachos a dudosos asesores en coches oficiales, muchos ayuntamientos siguieron fijándose arbitrariamente sueldos desmesurados, no cesaron los viajes en primera clase ni los gastos de representación, etc. Tomar medidas para reducir esos gastos seguramente no hubiera solucionado el problema, pero al menos ese gesto hubiera paliado los recortes y sobre todo hubiera enviado un mensaje de equidad a su electorado.
Pero quizás la medida más grave que se tomó en aquellos tiempos fue una reforma de la Constitución realizada con nocturnidad y con el apoyo del Partido Popular, por la cual el dogma neoliberal que exige la reducción del déficit, aun a costa de las necesidades de los ciudadanos, quedó impreso en nuestra ley fundamental. Medida, por cierto, tan injusta como inútil, según lo demostró la reacción de los mercados tras su aprobación.
No será fácil superar el recuerdo que estas decisiones han dejado en los electores, pero creo que el único camino para lograrlo consiste en que el Partido Socialista se atreva a mencionar por su nombre estos errores y proponer también claramente propuestas alternativas de un modo más sistemático que algunas confesiones de equivocaciones pasadas, frecuentemente seguidas de una disculpa que las minimiza. Mientras se limite a mantener su mensaje actual de “capitalismo sí, pero no tanto” y no se atreva a postular un programa claramente socialista, gradual pero progresivo, el fracaso está asegurado: son muchos los votantes que comprenden que la crisis actual pone en cuestión el mismo sistema del capitalismo financiero y no solo algunas de sus consecuencias. Y que mientras la gestión de las finanzas no sea controlada democráticamente y se permita su crecimiento exponencial a costa de las necesidades de los ciudadanos, se seguirá destruyendo ese precario “estado de bienestar” que también figura escrito en el programa socialista.
Y a pesar de que es verdad que el problema no es de personas sino de programas, este giro no pueden realizarlo dirigentes que participaron en primera fila en la legislatura anterior sino que requiere también un cambio en las personas. Resulta patético escuchar al actual Secretario General cuando propone cambios en la ley electoral, una reforma impositiva, la eliminación de las diputaciones provinciales, medidas contra los desahucios y medidas de control a los Bancos cuando esa misma persona participó hace menos de un año en un gobierno que se negó explícitamente a aplicar lo que ahora propone. También la estética tiene importancia en la política. En cualquier caso es importante que en este proceso de refundación el Partido Socialista se convenza de que debe aceptar que no es el único representante de la izquierda y superar el sectarismo que comparte con otras fuerzas políticas. Para lo cual una de las primeras medidas que debería proponer, aunque la haya rechazado cuando gobernaba, consiste en una reforma de la ley electoral que permita listas abiertas y una verdadera representación proporcional en el Congreso. Si esta reforma se hubiera realizado en la legislatura anterior no tendríamos que soportar ahora esta asfixiante mayoría absoluta. Y de esta deseable refundación del PSOE depende en gran parte que esta mayoría no se convierta en crónica.
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