Tan acostumbrados estamos a que este
país denigre a sus glorias nacionales, que apenas si sorprende el
maltrato que está sufriendo Gerardo Díaz Ferrán, un mito de la clase
empresarial hispana cuya leyenda, una vez que han trascendido los
detalles de su detención, no ha hecho sino crecer al estilo de los
sobaos pasiegos sumergidos en el café con leche.
Ni el pirata Drake, ni Jesse James, ni, por supuesto, John Dillinger, capaz de esculpir un AK-47 con una pastilla de jabón para fugarse de la cárcel, llegan a este hombre a la suela de los zapatos. Díaz Ferrán oscurece al Pernales, a Bonie y a Clyde juntos y al mismísimo Vázquez de la 13 Rue del Percebe. Nos hallamos en presencia de un genio incomprendido, de un filósofo descomunal que debería pasar a la historia no por su apelación a trabajar más y ganar menos sino por esta otra frase que, en letras de oro, merecería figurar en el frontispicio de cualquier escuela de negocios: “Las inversiones pueden salir bien, regular, mal o fatal”. He ahí la esencia de su sabiduría.
Díaz Ferrán, el más digno representante al que la patronal podía aspirar, siempre antepuso el interés general al suyo propio. Defendió la rebaja de las cuotas empresariales a la Seguridad Social cuando a él no le hacía ninguna falta, ya que no se molestaba en pagar las suyas; sostuvo que los convenios colectivos eran muy importantes pese a que incumplía los que firmaba en sus empresas; demostró a los futuros emprendedores que se podía chulear a los bancos casi 250 millones sin despeinarse. Y anticipó la crisis, para escarnio de muchos, como atestigua el último sms que envió al promotor de su casoplón en la bahía de Palma, al que ya adeudaba 750.000 euros: “Esto es un desastre; no sabes lo preocupado que estoy”.
Sincero –“yo no hubiera elegido Air Comet para volar a ningún sitio”-, amigo de sus amigas –“Aguirre es cojonuda”-, bien informado –de ahí que supiera que el oro es un valor refugio y tuviera un kilo en casa por si Rajoy no era capaz de salvar la moneda única- y tan confiado como para dejar al cuidado de su secretaria un millón de euros, no hay tarea en la que Don Gerardo no haya destacado. Si había que reducir el paro, allí estaba él contratándose a sí mismo para pasar el plumero a la caja de su empresa; y cuando ha tenido que alzar bienes se nos ha mostrado como un auténtico campeón mundial de halterofilia, sin butarga, eso sí, porque los trajes de Armani son mucho más cálidos que los maillots de lycra.
Ni en los peores momentos le abandonó el sentido del humor. ¿Acaso no es gracioso que vendiera Marsans y buena parte de su grupo a la sociedad de su presunto testaferro, Ángel Cabo, y que uno de los objetos sociales de Posibilitum fueran las pompas fúnebres? ¿Existe algo más divertido que endilgar el muerto a un enterrador?
Pese a su ignominiosa detención y a los improperios que se le dirigen, nada hay que empañe la trayectoria de este símbolo del emprendimiento, contra el que sólo El cobrador del frac puede albergar un odio justificado. Si alguien decidiera abrirle un club de fans, que cuenten conmigo para la junta directiva.
Podeu llegir-lo al diari Público.
Ni el pirata Drake, ni Jesse James, ni, por supuesto, John Dillinger, capaz de esculpir un AK-47 con una pastilla de jabón para fugarse de la cárcel, llegan a este hombre a la suela de los zapatos. Díaz Ferrán oscurece al Pernales, a Bonie y a Clyde juntos y al mismísimo Vázquez de la 13 Rue del Percebe. Nos hallamos en presencia de un genio incomprendido, de un filósofo descomunal que debería pasar a la historia no por su apelación a trabajar más y ganar menos sino por esta otra frase que, en letras de oro, merecería figurar en el frontispicio de cualquier escuela de negocios: “Las inversiones pueden salir bien, regular, mal o fatal”. He ahí la esencia de su sabiduría.
Díaz Ferrán, el más digno representante al que la patronal podía aspirar, siempre antepuso el interés general al suyo propio. Defendió la rebaja de las cuotas empresariales a la Seguridad Social cuando a él no le hacía ninguna falta, ya que no se molestaba en pagar las suyas; sostuvo que los convenios colectivos eran muy importantes pese a que incumplía los que firmaba en sus empresas; demostró a los futuros emprendedores que se podía chulear a los bancos casi 250 millones sin despeinarse. Y anticipó la crisis, para escarnio de muchos, como atestigua el último sms que envió al promotor de su casoplón en la bahía de Palma, al que ya adeudaba 750.000 euros: “Esto es un desastre; no sabes lo preocupado que estoy”.
Sincero –“yo no hubiera elegido Air Comet para volar a ningún sitio”-, amigo de sus amigas –“Aguirre es cojonuda”-, bien informado –de ahí que supiera que el oro es un valor refugio y tuviera un kilo en casa por si Rajoy no era capaz de salvar la moneda única- y tan confiado como para dejar al cuidado de su secretaria un millón de euros, no hay tarea en la que Don Gerardo no haya destacado. Si había que reducir el paro, allí estaba él contratándose a sí mismo para pasar el plumero a la caja de su empresa; y cuando ha tenido que alzar bienes se nos ha mostrado como un auténtico campeón mundial de halterofilia, sin butarga, eso sí, porque los trajes de Armani son mucho más cálidos que los maillots de lycra.
Ni en los peores momentos le abandonó el sentido del humor. ¿Acaso no es gracioso que vendiera Marsans y buena parte de su grupo a la sociedad de su presunto testaferro, Ángel Cabo, y que uno de los objetos sociales de Posibilitum fueran las pompas fúnebres? ¿Existe algo más divertido que endilgar el muerto a un enterrador?
Pese a su ignominiosa detención y a los improperios que se le dirigen, nada hay que empañe la trayectoria de este símbolo del emprendimiento, contra el que sólo El cobrador del frac puede albergar un odio justificado. Si alguien decidiera abrirle un club de fans, que cuenten conmigo para la junta directiva.
Podeu llegir-lo al diari Público.
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