Juan Tortosa
Íbamos ya por el tercer vinito. Habían transcurrido tres intensas horas de debate, desde el atardecer, en el sugestivo patio de una taberna trianera. Y en estas mi amigo Fernando va y pone el dedo en la llaga:
- Que digo yo que por ahí por la calle me parece que suele haber unos seres humanos llamados “ciudadanos”
Llevábamos toda la velada hablando de primarias andaluzas, de candidaturas, de los silencios de Rajoy, de las conspiraciones internas de los partidos, de lo que el escándalo Bárcenas perjudica al pp y los eres al psoe… Tres largas horas sin emplear ni un solo minuto en hablar de los problemas del día a día de la gente de a pie. Gente de a pie, dicho sea de paso, como nosotros porque en esa animada tertulia trianera ninguno de los que participábamos nos dedicamos directamente a la política.
Sabiéndolo o no, admitiéndolo o no, estábamos reproduciendo los mismos vicios, las mismas inercias, los mismos lugares comunes… e incluso utilizando la misma jerga que los políticos a quienes tanto criticamos. Pensé entonces que eso mismo es lo que le debe ocurrir a los tertulianos radiofónicos y televisivos, lo mismo que pasa en periódicos, radios, televisiones y páginas web: hablamos en jerga. Asumimos insípidos tecnicismos y ridículos circunloquios, abordamos por lo general las cosas de una manera que a los ciudadanos, a la “ciudadanía” como se empeñan en decir ahora, directamente “se la repampinfla”.
Si a quienes nos dedicamos a hablar sobre política en los medios los ciudadanos nos ven lejanos cuando nos ponemos estupendos, a los políticos propiamente dichos no te quiero decir ya: les parecen bichos raros, extraterrestres de manos largas y moral corta que venden moto tras moto sin resultado práctico alguno. Es un hecho que no existe conexión entre los ciudadanos y los políticos. Cuesta trabajo a estas alturas de la película que el ciudadano medio acepte sin más que lo que mueve a alguien a dedicarse a la política es la intención de mejorar sus vidas, o que lo que quiere es solucionar problemas en lugar de crearlos.
Por lo general, los medios se comportan como altavoces de políticos cuyo principal interés es “hablar de su libro” y que cuando usan un micrófono lo emplean para defenderse de acusaciones, mandar recados a sus adversarios o hacer llegar consignas a sus correligionarios. Quienes deciden entrar a formar parte de las estructuras de un partido o un sindicato afirman que lo que quieren es cambiar las cosas y mejorar la vida de la gente, sí. Pero cuando ya están dentro y han de ponerse a ello, lo que acaban haciendo es dedicar el 95 por ciento de su tiempo a conspirar o a defenderse de las conspiraciones, a planificar cómo mantenerse en un garito del que, por lo general, no les suele gustar marcharse. Y menos por voluntad propia.
De sus prioridades más inmediatas acaban desapareciendo los intereses de esa molesta obligación llamada ciudadanía… hasta que se vuelven a necesitar los votos. Tanta tomadura de pelo es la que ha desembocado en esa indignación que lleva ya un tiempo cociéndose a fuego lento y que está traduciéndose en el nacimiento y desarrollo de múltiples movimientos de protesta poco dispuestos a que las cosas continúen por mucho más tiempo funcionando como venían haciéndolo hasta ahora.
Esto lo saben los políticos y los sabemos también quienes nos dedicamos a hablar de política en los medios. Pero a pesar de ello somos capaces, aún a día de hoy, de tirarnos horas hablando en jerga y cayendo en las mismas trampas que criticamos.
De ahí que a mí me pareciera que la cariñosa llamada de atención que mi amigo nos hizo la otra tarde a sus contertulios en un acogedor patio trianero fuera toda una lúcida carga de profundidad:
- Que digo yo que por ahí por la calle me parece que suele haber unos seres humanos llamados “ciudadanos”
Touché, querido Fernando.
Íbamos ya por el tercer vinito. Habían transcurrido tres intensas horas de debate, desde el atardecer, en el sugestivo patio de una taberna trianera. Y en estas mi amigo Fernando va y pone el dedo en la llaga:
- Que digo yo que por ahí por la calle me parece que suele haber unos seres humanos llamados “ciudadanos”
Llevábamos toda la velada hablando de primarias andaluzas, de candidaturas, de los silencios de Rajoy, de las conspiraciones internas de los partidos, de lo que el escándalo Bárcenas perjudica al pp y los eres al psoe… Tres largas horas sin emplear ni un solo minuto en hablar de los problemas del día a día de la gente de a pie. Gente de a pie, dicho sea de paso, como nosotros porque en esa animada tertulia trianera ninguno de los que participábamos nos dedicamos directamente a la política.
Sabiéndolo o no, admitiéndolo o no, estábamos reproduciendo los mismos vicios, las mismas inercias, los mismos lugares comunes… e incluso utilizando la misma jerga que los políticos a quienes tanto criticamos. Pensé entonces que eso mismo es lo que le debe ocurrir a los tertulianos radiofónicos y televisivos, lo mismo que pasa en periódicos, radios, televisiones y páginas web: hablamos en jerga. Asumimos insípidos tecnicismos y ridículos circunloquios, abordamos por lo general las cosas de una manera que a los ciudadanos, a la “ciudadanía” como se empeñan en decir ahora, directamente “se la repampinfla”.
Si a quienes nos dedicamos a hablar sobre política en los medios los ciudadanos nos ven lejanos cuando nos ponemos estupendos, a los políticos propiamente dichos no te quiero decir ya: les parecen bichos raros, extraterrestres de manos largas y moral corta que venden moto tras moto sin resultado práctico alguno. Es un hecho que no existe conexión entre los ciudadanos y los políticos. Cuesta trabajo a estas alturas de la película que el ciudadano medio acepte sin más que lo que mueve a alguien a dedicarse a la política es la intención de mejorar sus vidas, o que lo que quiere es solucionar problemas en lugar de crearlos.
Por lo general, los medios se comportan como altavoces de políticos cuyo principal interés es “hablar de su libro” y que cuando usan un micrófono lo emplean para defenderse de acusaciones, mandar recados a sus adversarios o hacer llegar consignas a sus correligionarios. Quienes deciden entrar a formar parte de las estructuras de un partido o un sindicato afirman que lo que quieren es cambiar las cosas y mejorar la vida de la gente, sí. Pero cuando ya están dentro y han de ponerse a ello, lo que acaban haciendo es dedicar el 95 por ciento de su tiempo a conspirar o a defenderse de las conspiraciones, a planificar cómo mantenerse en un garito del que, por lo general, no les suele gustar marcharse. Y menos por voluntad propia.
De sus prioridades más inmediatas acaban desapareciendo los intereses de esa molesta obligación llamada ciudadanía… hasta que se vuelven a necesitar los votos. Tanta tomadura de pelo es la que ha desembocado en esa indignación que lleva ya un tiempo cociéndose a fuego lento y que está traduciéndose en el nacimiento y desarrollo de múltiples movimientos de protesta poco dispuestos a que las cosas continúen por mucho más tiempo funcionando como venían haciéndolo hasta ahora.
Esto lo saben los políticos y los sabemos también quienes nos dedicamos a hablar de política en los medios. Pero a pesar de ello somos capaces, aún a día de hoy, de tirarnos horas hablando en jerga y cayendo en las mismas trampas que criticamos.
De ahí que a mí me pareciera que la cariñosa llamada de atención que mi amigo nos hizo la otra tarde a sus contertulios en un acogedor patio trianero fuera toda una lúcida carga de profundidad:
- Que digo yo que por ahí por la calle me parece que suele haber unos seres humanos llamados “ciudadanos”
Touché, querido Fernando.
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