Estació del Camp de Tarragona. |
La inauguración de obras públicas es una de las funciones más vistosas de los políticos. Antaño se hacía con una con una botella de champán o con una cinta y unas tijeras, pero no están las cosas para despilfarrar y Mariano ni siquiera usó un cortauñas. Los jefazos suelen acudir a las obras públicas fundamentalmente en dos momentos: para poner la primera piedra y para celebrar la última piedra. Es conmovedor verlos posar con un casco de obrero en la cabeza, igual que en una fiesta de disfraces, sosteniendo felices la pala mientras buscan de reojo el enchufe. Para la inmensa mayoría de ellos, ese momento es lo más cerca del trabajo que van a estar en toda su vida: es normal que quieran tener una foto de recuerdo.
Pero lo cierto es que, para sacarse una foto y hacer el chorra, quedaría mejor una modelo, una chica florero de ésas que ellos suelen contratar como asesoras, secretarias, ayudantes personales o vaya usted a saber. Así, aparte de alegrar la vista, el florero serviría para algo útil, aunque entonces el político podría pensar, con razón, que si un político no sirve para estrenar un tren, entonces para qué cojones sirve. En la próxima campaña electoral el partido podría ahorrarse un intermediario y colocar directamente al florero.
Recuerdo hace unos años cuando Gallardón (el Indiana Jones de los alcaldes, un hombre freudiano que se pirra por cualquier clase de túneles, socavones y agujeros) fue a inaugurar una estación de metro o algo por el estilo. Hubo un momento de auténtico pánico cuando Gallardón se enfrentó al torno y se quedó mirando el billete como si fuese la píldora de Matrix, la que comunica con el otro mundo. Durante un instante interminable los guardaespaldas erizaron músculos y el séquito tragó saliva a litros, hasta que Gallardón acertó por fin con la ranura correspondiente. Después el alcaldeso logró salvar la trampa de las escaleras mecánicas y accedió al vagón que lo esperaba intacto, limpio y reluciente, como en sus mejores sueños subterráneos.
Ayer el presidente, el príncipe Felipe y un par de ministros escenificaron la misma pantomima del transporte público, un verdadero esfuerzo actoral porque ellos están acostumbrados al avión o la limusina, que al fin y al cabo también son transportes públicos. Los cuatro iban tan normales, charlando de sus cosas, o sea de nada serio, aunque para representar mejor la rutina deberían haber sacado un libro, un periódico, un ordenador o haberse puesto a jugar a las cartas. Por el camino se fueron subiendo más políticos; en una estación, Alberto Fabra; en otra, Cospedal, como si hubieran quedado todos para darse un baño en Alicante, y un baño es lo que les esperaba: de multitudes, como dicen los cronistas cursis. En el destino previsto, donde llegaron con dos años de retraso, a la par que sus promesas, Mariano pegó un hábil cinturazo para evitar a la alcaldesa Sonia Castedo, porque ya se había dado un baño de imputados unos días antes. En el viaje de vuelta, que se sepa, regresaron cada uno por su lado en diversos transportes públicos y las facturas volvimos a pagarlas nosotros, que para eso estamos.
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